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Rock Salta
Entrevistas

En la huella spinetteana

Los santafesinos Sig Ragga maravillan con canciones alucinadas. Entrevista con estos obreros del inconsciente que trazan un puente hacía donde el lenguaje no llega.

Por Lucas Canalda // Foto: Renzo Leonard

Sig Ragga está formado por los hermanos Cortés: Tavo, en voz y teclados, y Ricardo en coros y tras los parches. Juanjo Casals en bajo y González en guitarra y coros completan la banda.

El grupo nace en la ciudad de Santa Fe en 1997 y desde entonces editó tres producciones: el EP Sig Ragga, de 2008, su álbum homónimo Sig Ragga, al año siguiente, y en 2013, Aquelarre, último esfuerzo hasta la fecha.

 

En 2010 recibieron una nominación al Latin Grammy en el rubro de Mejor Canción Alternativa, por “Resistencia indígena”. Tres años más tarde volvieron a ser nominados en el mismo rubro, esta vez por “Pensando”.

La esquina de Mendoza y Sarmiento luce imponente e histórica. Habitualmente, su fachada es un convite de postal. Sin embargo, esta noche, una multitud le imprime algo de caos a la turística fotografía. Decenas de personas desordenan el tráfico vehicular y forman una borroneada fila que se interna en la sala principal del edificio de la Plataforma Lavardén, en Rosario. Minutos más tarde, la capacidad llega casi a colmarse mientras el ansia va inquietando pies y manos. Una vez que las luces se esfuman, la música se expande y las dimensiones se contagian. Las canciones se suceden mientras que la concurrencia parece comulgar en un trance hipnótico que se hermana en el silencio y se eleva hasta reventarse en una oleada de aplausos.

Sig Ragga en vivo es una experiencia que en la actualidad no tiene semejantes: noventa minutos que desafían la ubicación gravitacional del espectador para elevarlo a un estadio enhebrado por pinturas, cine, poesía y delicadeza. Es un lucero que entiende la comunicación del arte a partir de un conjunto de sensaciones. Casi no existe conexión lógica entre los artistas y su audiencia. Aquí reina la alucinación, el entendimiento es emoción. La noche se compone de melodías dulzonas que se enraízan en lo espiritual y descriptivo. Descripción que invita pero que no se define hasta que encuentra el compromiso del otro; esta es una huella que incita a la comunión y al intercambio de energías.

Sobre el escenario, el cuarteto juega a la ambivalencia de ser la prole del Jardín de los Presentes o algún enigmático personaje de El Bosco. ¿Estos seres plateados son obreros del inconsciente que vienen a trazar un puente hacia donde el lenguaje no llega? ¿O, tal vez, son esa liberación que uno espera para cruzar el espejo? Sig Ragga se erige como un nuevo eslabón de una sensibilidad poética y onírica que por años supo ser cobijada por Luis Alberto Spinetta y luego se vería transformada en una pista de despegue hacía la fantasía y su infinita invitación a las posibilidades de la canción. Un ejercicio de emociones construido casi sobre la levitación hipnótica, las canciones de los santafesinos depositan al escucha del otro lado del espejo y lo interpelan a través de la percepción. Hace más de quince años, desde que la figuración tuvo su génesis y un presente de pura luz parece no conocer final.

 

Días antes del concierto, el guitarrista Nicolás González conversa con la tonada de leve calma que transmiten los santafesinos. Escucha con atención y devuelve con cortesía. Por momentos resulta extraño dialogar con la misma persona que sobre el escenario se mantiene estoico aferrado a su instrumento, construyendo melodías, y que súbitamente puede disparar distorsiones atronadoras, o hacerlas desaparecer en nanosegundos.

– El mundo onírico de Sig Ragga parece no conocer final. ¿Alguna vez sintieron que ese caudal pueda terminarse?

– No pensamos en límites. No los sentimos. Dejamos volar la imaginación sin miedos, ahí no hay límites, no hay miedos de ir a lugares creativos adonde no estuvimos antes. Es un impulso, un deseo de ir a lugares que no visitamos antes. Desde ese punto hay una libertad, eso borra algunos límites. Sí están las limitaciones, por supuesto, como músicos y con nuestras técnicas. No somos músicos académicos, ni virtuosos o de gran destreza. En ese sentido sí hay límites. En otra perspectiva, de creación, y hasta casi filosófica e ideológica, no hay miedos, más bien hay un deseo, un impulso de ir hacia lugares nuevos, de movernos, de cambiar. A veces se logra, a veces no. A mí me entusiasma la idea de que cambie la música así como cambiamos nosotros como personas. Nutrirse de nuevas experiencias y que se manifieste de alguna forma. Eso se da naturalmente, muchas veces de manera inconsciente, aunque otras veces uno intenta darle énfasis al momento en el que uno está. Nos entusiasma la idea de cambiar.

En estos dieciséis años de banda, cuando escucho los discos, veo y siento esos cambios, son fotografías de lo que estábamos viviendo. Me pone bien porque eso está logrado; desde adentro veo cómo esos momentos están reflejados en la música, se manifestaron y se vieron materializados en las canciones.

 

La inmensa pátina de influencias que conforman al imaginario de Sig Ragga evidencia que definirlos en pocas palabras es imposible. La experiencia que es la banda se define por un lenguaje propio conformado por sonidos de rock steady, dub, psicodelia, riffs furiosos y veloces, poesía y plasticidad surrealista que los convierte en una mixtura improbable de catalogar pero que a veces los medios reducen al momento de referirse al grupo.

– El periodismo musical tiende a simplificar para describir y termina recortando gran parte de la propuesta de Sig Ragga. ¿Les incomoda que los etiqueten superficialmente y no se adentren en su universo?

– Ahondándose en la historia de la música y los orígenes, uno se da cuenta que hasta en la música tradicional, folclórica y regional de un lugar, todo es una fusión, un mestizaje. Nuestro folclore mismo, por ejemplo, nuestra música argentina, tiene la guitarra criolla, que es la guitarra española, o sea que está ese componente europeo; está el bombo que viene de África y está la parte precolombina, aborigen, que tiene que ver con nuestras raíces, así que fue una fusión. En el rock es lo mismo, la fusión del blues y del jazz, de la música negra. Los géneros responden a las reglas del mercado, con tener que etiquetar algo, venderlo y ponerlo en algún lugar, pero eso obviamente no pone cómodo a ningún músico, a ningún artista, porque no es justo. Etiquetar es ponerle un nombre y sirve para reconocerlo, para diferenciar ciertas cosas y no hablar en términos tan abstractos constantemente, por ahí en situaciones en las que tiene que circular la música y tiene que venderse pero sí cuando uno habla de lo que hace cuesta mucho hablar de géneros. Sí de un collage, de una fusión, sí de un montón de información que uno tiene y que a la hora de componer obviamente se manifiesta de alguna forma. Uno es consciente de qué aires le está metiendo a cada música pero no es tan importante saber qué está fusionando o por qué, sino, simplemente sale naturalmente en función de haber escuchado música toda la vida. Sig Ragga excede lo netamente musical porque también es un grupo que está influenciado y atravesado por otras disciplinas artísticas y por la vida misma.

– Recién mencionaste la palabra “mercado”. ¿Les preocupan los tiempos que tienen que ver con eso? Ustedes se toman su tiempo para preparar giras, videos o alguna presentación en particular. Tienen un timing diferente a lo que exige el mercado o, al menos, el mercado pensando en Buenos Aires. ¿Les preocupa entrar en esa sincronía?

– Supongo que es una lucha por ser lo más libres posibles. No sólo en el grupo, sino en nuestra vida como gente que vive en una ciudad y a veces tiene que responder a ciertos tiempos, a ciertas responsabilidades, a ciertos compromisos. Es una lucha constante por ver hasta dónde uno cede, hasta dónde uno se mete en ese vértigo de estar, de aparecer, de estar en sincronía con los tiempos del mercado y la industria musical. Es muy difícil. A la hora de la creación, de la composición, no están para nada esos tiempos contemplados. No se piensa en eso, por suerte. Es simplemente tratar de hacer una canción, tratar de componer, tratar de armar un recital. Después hay una realidad que tiene que ver con la realidad del grupo y la de todas las personas que viven en este mundo, que tienen que también estar atentos a hacer circular la música: uno tiene que hablar, negociar para armar un show, para sacar un disco, para editarlo. Todo ese tipo de cosas responden a la idea que la música esté siempre presente y circulando. A la hora de la cuestión artística, de la composición y de la creación, simplemente tratamos de hacer lo que tenemos que hacer, que es música. Por eso nos tomamos nuestro tiempo. Si es tiempo de largar algo pero no está, no está. Cuando esté, se mostrará. Cuando estamos contentos con el trabajo y sentimos que es tiempo de mostrarlo, lo hacemos. Por supuesto que a veces nos preocupamos por los tiempos, porque queremos tocar y tenemos que vivir de esto, puesto que es nuestra realidad. Igual, al final, en nuestras cabezas los tiempos del mercado no están.

 

La Sala Lavardén esta noche se encuentra casi copada por el público, fruto de un trabajo de base que comienza a fines de la década del noventa y que el presente los encuentra como una de los grupos más mimados por los rosarinos. “Estamos yendo desde los comienzos de la banda –recuerda el guitarrista- allá por el 98, cuando conocimos a los Scraps, una banda legendaria. Ellos nos dieron la posibilidad de tocar en Rosario, se dio un ida y vuelta constante. De eso hace mil años. Luego pasó lo mismo con Rosario Smowing”.

En los últimos seis años el público del grupo fue creciendo y a los avezados en reggae del principio se sumó gente de otros palos y de otras generaciones; curiosos de disciplinas como el teatro y muchos rockeros canosos buscando alguna conexión progresiva. Eso parece repetirse de manera notable a nivel nacional y los Ragga son conscientes de ello: “La verdad que sí, en estos últimos años, se siente un público que ya conoce al grupo, que escuchó los dos discos. Hay caras repetidas en todo este tiempo. Es una alegría enorme. Son los frutos que uno va recogiendo tras tantos años de ir trabajando, siempre a paso de hormiga”.

Recientemente, Sig Ragga tuvo oportunidad de girar por Latinoamérica con fechas propias y asimismo participar de festivales masivos. Todavía sin editar material fuera de la Argentina, el grupo pudo apreciar que la música compartida hace tiempo que no conoce fronteras: en You Tube se encuentran capturas del grupo tocando antes miles de personas bajo el intenso calor tropical y en medio del gentío ver seguidores pintados y ataviados con togas bailando y transpirando al ritmo de canciones como “Pensando o “Rebelión de esclavos técnicos”. “Eso pasó en Costa Rica hace unos meses”, explica González, entusiasmado. “Allá tocamos en el FIA, el Festival de las Artes, y nos encontramos con gente que conocía al grupo y también con público maquillado y caracterizado como sigrragueños. Imaginate la sorpresa para nosotros, estar tan lejos de casa, ir a tocar y ver esa escena, fue increíble y demuestra lo cálido que son en esos lugares. Fue una sorpresa, gente que nosotros no conocíamos, no sabíamos con qué nos íbamos a encontrar. Fue increíble, ¡todos pintados como nosotros! Además el material no está editado allá, eso le da como más sorpresa. Seguramente viajó algún disco por Internet para allá. Hay un público pequeño pero muy activo”.