Una locomotora en escena y un vagón de tren: algunas de las atracciones del Black Ice Tour. RS te cuenta como serán los shows en River.
El pasado 26 de octubre, en Wilkes-Barre, Pennsylvania, Estados Unidos, AC /DC dio el concierto cero del Black Ice Tour. A casi diez años de Stiff Upper Lip, y cinco desde su última actuación en vivo, en 2008 AC /DC regresó, probablemente, por última vez. Allí donde dos días más tarde arrancó oficialmente la recorrida mundial, AC /DC tocó en vivo para unos pocos cientos de periodistas, ejecutivos de Sony y fans privilegiados que ganaron diversos concursos en los cuatro puntos cardinales del planeta rock. «Dress rehearsal», que le dicen. Fue un ensayo a puertas abiertas en el que adelantaron, con detonación atómica de luces y sonido, cómo iba a ser (y es) una de las últimas giras protagonizadas por estos auténticos colosos del rock que, más temprano que tarde, empezarán a caer como T. Rex con artritis, últimos de su especie, víctimas del meteorito del tiempo. Lo malo de la tecnología YouTube es que segundos después del último estruendo cañonero en «For Those About to Rock», el mundo, envidioso, se regodeaba con las imágenes de la locomotora que se lleva a la banda por delante justo cuando empiezan los primeros acordes de «Rock n’ Roll Train». Consejo: agudicen los sentidos, vayan preparados, es imposible abarcarlo todo en esos escasos minutos iniciales. Cuando finalmente se apagan las luces y se encienden los gritos histéricos de fanáticos que esperaron una eternidad por y para esto, en pantalla gigante, dos perras animadas salidas del video de «Girls Girls Girls» de Mötley Crüe acosan a un pobre Angus Young que, parece, no tiene escapatoria. Lo dejan maniatado en una locomotora fuera de control que, irremediablemente, va a estrellarse. En eso se termina la proyección de dibujitos, se escucha el ruido ensordecedor de las ruedas de un tren que le saca chispas a los rieles. fuego, explosiones, desaparece la pantalla e irrumpe tremenda locomotora que, justo cuando nos va a arrancar la cabeza a quienes estamos en primera fila, descarrila sobre la batería de Phil Rudd y queda así, atravesada sobre el escenario. Mientras, Angus emerge desde una plataforma hidráulica subterránea para castigar esa misma pobre Gibson SG que lleva adosada como un miembro más desde que fundó AC /DC con su hermano Malcolm en Australia en el 73. Ahí termina la novedad. A partir de la segunda canción, «Hell Ain’t a Bad Place to Be», sucede todo eso que ya conocés de memoria, aunque nunca los hayas visto: los cómo, cuándo, dónde y por qué de AC /DC en concierto.
Brian Johnson lleva puestos la misma musculosa, el mismo jean y la misma boina que no se saca desde que debutó en AC /DC en 1980, tras la muerte del cantante original Bon Scott. Malcolm está flaco, demacrado, pero no se le volaron todas las chapas aún, y le da rosca a su clásica Gretsch de micrófonos arrancados, el verdadero motor V8 de la banda. El bajista Cliff Williams conserva su cabellera intacta, pero color blanco canas. Juntos, Malcolm y Cliff, escoltan al baterista Phil Rudd -pucho en la comisura-, uno a cada lado, como siempre, y sólo se arriman cuando les toca hacer coritos, para retroceder inmediatamente, una vez cumplida la misión. La escena se repite, clásico tras clásico: «Back in Black», «Dirty Deeds Done Dirt Cheap» y «Thunderstruck». ¿Angus? Como la primera vez: vestido de escolar, corriendo como un Chuck Berry de éxtasis, boqueando en busca del oxígeno perdido.
El estadio, Wachovia Arena, con capacidad para unas 15 mil personas, no está lleno. Se trata de un show exclusivo, íntimo, como un bar gigante con capacidad ilimitada y exuberantes vasos de cerveza que se vuelcan ante cada sacudida craneal, al compás de riffs inoxidables. Eso fue lo primero que hizo todo afortunado esa noche: comprar cerveza y brindar, abrazarse a gente desconocida que viajó durantes horas, días, años para soñar con la posteridad. Después de vasos y besos, ahora sí, a saquear los puestos de merchandising en busca del objeto de deseo: remera, campera, muñequera, llavero, gorro, bandera y vincha, todo lo que diga AC /DC , fuerte y claro, si es en rojo y llameante, mejor, porque así es como se llega al infierno ese, que también está encantador, pero es más pesado.
Ahí la tienen, colgando, como una octava maravilla del mundo. Es la campana que espera sus quince segundos de fama. Forjada en acero con el logo del grupo estampado a mazazo limpio, sirve de columpio para que Brian Johnson se balancee, la haga sonar y empiece «Hell’s Bells». Es el primero de una serie de pasos de comedia que, de faltar, la gente haría un piquete en camarines. Vienen «You Shook Me All Nite Long», «TNT » y otro estreno, «Black Ice». Entonces se infla la gorda de «Whole Lotta Rosie», esta vez montada sobre la locomotora cornuda (como Angus en la portada de Highway to Hell, el tren ostenta cuernos color diablo). Rosie cabalga, movida por las vibraciones de los ciento y pico de decibeles que marca el tacómetro. El escenario tiene una pasarela que se inyecta entre la gente. Territorio exclusivo de Angus, en el extremo aparece otra plataforma que se elevará cuando llegue el momento del solo. Faltan «Let There Be Rock» y «Highway to Hell» antes del final anunciado: para aquellos que estamos en el rock, AC /DC nos va a saludar.
Para el final, veintiún salvas a puro cañonazo, «For Those About to Rock», y cae el telón. Zumban los oídos. Con la sonrisa de Guasón adherida a las comisuras, intercambiamos códigos finales con japoneses, alemanes, españoles e ingleses, antes de empezar a enviar mensajes de texto y fotos vía celular a familiares y amigos. Algo de eso se verá en Buenos Aires, cuando la corriente alterna escriba otro capítulo de la Biblia rockera argentina.
Fuente: Rolling Stone