A nueve años de la tragedia de República Cromañón, la sensación de no haber aprendido nada cuestiona la teoría del público argentino como el mejor del mundo.
Foto: Violeta Gil
“No podemos permitir nunca más una bengala”. La declaración, acertada pero tardía, con 194 muertos encima, fue una de las tantas que se dijeron inmediatamente después de la tragedia de República Cromañón. Fue pronunciada por Gustavo Nápoli. Chizzo para el mundo, el cantante de La Renga para los menos avispados en cultura rockera argentina de los últimos veinte años. El rock de nuestro país olvidó tan rápido una de sus máximas más recientes que hizo repensar todo de nuevo, innecesariamente. ¿O acaso tenía que morir alguien más para volver a intentar entrar en razón?
En lugar de iluminar y hacer que se venga el día en los corazones de las miles de personas que poblaban el Autódromo de la ciudad de La Plata, el bengalazo certero que impactó de lleno en el cuello de Miguel Ramírez aquel 30 de abril de 2011 provocó silencio, desazón, tristeza e incertidumbre en todo un movimiento. En ese fatídico 30 vivimos un revival del otro, el de diciembre de 2004. Una noche igual de catastrófica a la de ese fin de año pero menos famosa, con menor rating por falta de cuerpos acumulados.
La frase del Chizzo no fue una venta de humo pasajera para salir airoso ante la prensa. Desde 2005 en adelante, La Renga paró todos sus conciertos ante cada elemento pirotécnico que se presentara. Llegó incluso a detenerse en el medio de “Hablando de la libertad”, la canción que suele cerrar sus recitales. Lejos habían quedado las imágenes de otros tiempos, como las que se pueden ver en el DVD grabado en la cancha de Huracán apenas unos días antes de lo que pasó en Cromañón.
La primera y única vez que la banda se permitió continuar como si todo estuviera bien a pesar de notar la pirotecnia que nacía desde distintos puntos del público, fue precisamente el 30 de abril de 2011. El día que la bengala se disparó para el costado y no para arriba, iluminando el corazón de Ramírez, pero literalmente, como no debía ser. Como no podía ser. Después de todo, sólo era una puta metáfora.
El autor de esa imagen poética, de comunión entre público y grupo, que retrata casi a la perfección el rock argentino de las dos últimas décadas (la fiesta, el ritual arriba y abajo); es el Indio Solari. “Juguetes perdidos” se convirtió en un clásico infaltable en los recitales desde que fue publicado por Los Redondos en Luzbelito (1996).
El Indio es el otro claro y principal responsable de la continuidad en el uso de las bengalas post Cromañón. Al permitirlas al aire libre durante sus recitales dio vía libre para que los demás hicieran lo mismo. Recién las prohibió el 3 de septiembre de 2011, en Junín. La delicada situación de los hermanos Peuscovich (responsables de la organización de los shows de Solari y de La Renga en el Autódromo) sin dudas ayudó bastante a que el ex Patricio Rey tomara esa decisión. Para el concierto juninense, el Indio y su troupe colocaron luces de colores y máquinas de humo en las torres de sonido. Así, durante “Juguetes perdidos” se vivió un clima similar a los de la etapa bengalera. Es el momento en que la gente toma el poder, se sube a los hombros de su prójimo, ondea las banderas, agita los brazos, revienta gargantas y derrama lágrimas. Es el momento en el que Solari les dice a todos que todo esto está ahora y para siempre en tus manos, nene.
El disparo que mató a Miguel Ramírez salió de las manos de uno de esos desangelados, los mismos que cantaban que a los pibes de Cromañón no los mató la pirotecnia ni el rocanrol, sino la corrupción.
Todavía deben estar buscando la rima para agitar y gritar a viva voz que a Miguel no lo mató una bengala. En el Autódromo no estuvo Omar Chabán, tampoco Pato Fontanet, ese Poncio Pilatos que tiene el rock de Argentina. Estuvieron los pibes y nadie más que los pibes; saltando, cantando, haciéndole el aguante a La Renga como si se tratara de la final de la Champions League contra el Barça. ¿Cómo endilgarle, entonces, la culpa a alguien más? ¿Cómo zafar esta vez, cuando el callejón bengalero, repleto de rocanrol y fiebre se acorta y se achica cada vez más y deja en evidencia lo obvio?
El 30 de diciembre de 2004 y el 30 de abril de 2011 fueron jornadas en las que se derramó el vaso inevitablemente. Sin dudas podría haberse evitado, pero sólo momentáneamente. El problema principal no era, no fue nunca, la bengala circunstancial o la banda que estaba sobre el escenario durante los hechos. La responsabilidad es de la corrupción institucional, que hizo la vista gorda en los controles y habilitaciones. Es de las bandas que fomentaron o no supieron detener el uso de la pirotecnia. Pero la máxima responsabilidad, hoy en día, es de la gente, del público que futbolizó al rock argentino derivándolo en una especie de lucha con el artista para ver quién es el que canta más fuerte, quién tiene más aguante, quién se la banca más y quién es el que menos la caretea.
En El rock perdido: de los hippies a la cultura chabona, publicado en 2005, Sergio Marchi asegura que el dilema número uno del rock argentino no es externo, no viene de afuera, sino que está adentro mismo, en su núcleo, como un cáncer que se expande desde las entrañas y lo destruye de a poco. Afirma que el rock “todavía desconoce la manera de enfrentarse a los de adentro y ahí radica su verdadero problema”. En el párrafo siguiente, Marchi escribe: “Si el rock se queda con la idea de que un recital tiene que ser ‘una fiesta’, no habrá aprendido nada de lo que sucedió en Cromañón.”
El “cállense, putos”, que lanzó hace varios años un indignado Ariel Minimal ante un grupo de gente que hablaba en lugar de escuchar la música que estaba tocando Pez en el escenario; es un indicador. El público argentino de rock no escucha, siente. Como la Bombonera, sólo late. Prioriza el transpirar la camiseta por sobre viajar a través de la música de turno. El mayor ejemplo de este comportamiento se ve en la rama más popular del rock argentino. ¿Puede ser el mejor del mundo un público que se autodestruye de la manera más imbécil y más ingenua?
Hay que hacer una nueva autocrítica que perdure. Un cambio verdadero, que muestre una madurez por parte del público y de los artistas. Pappo, a diferencia de lo que muchos aseguran, no está tocando para los pibes de Cromañón junto al muerto de turno que decora el cantito. Como dice Marchi en su libro, el Carpo “fue el primer chabón barrial, pero nunca fue un bruto”. Hay una diferencia.
Publicado en el número 6 de la revista Rock Salta (octubre 2011).