Foto: Andy Cherniavsky
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Indio Solari | El oficinista que cantaba

En la década del ochenta, el cantante de los Redondos construyó el personaje misterioso en la que basó un mito que llega hasta hoy.

Luis Brandoni en Esperando la carroza.

Un panelista de TV poco habitual no acostumbrado a los tiempos televisivos. Alguien que no redondea una idea en veinte segundos y quiere seguir hablando sin comprender la dinámica del minuto a minuto.

Un miembro de la Triple A.

Un candidato electoral que siempre se presenta pero nunca gana, con mucha carga teórica en las entrevistas, tipo Altamira.

Un profesor. No uno de educación física durante la dictadura militar, más bien uno de alguna carrera de Humanidades. Nunca de Economía.

Yul Brynner.

Un oficinista.

Un oficinista que cantaba.

El Indio Solari siempre se pareció a este tipo de personajes random más que al clásico cantante de rock. En el país de Charly García y Gustavo Cerati, el Indio fue el raro líder de la banda más popular. Casi sin excentricidades, sin escándalos, con un look que no transmitía sangre en las venas sino las manos en el volante del taxi (inevitablemente un Renault 12), se volvió la figura misteriosa que, si se lo propone, todavía convoca multitudes.

Pero hace rato que el Indio confirmó que no volverá a tocar en vivo. El parkinson que anunció en 2016 hizo lo suficiente como para evitar su presencia en los escenarios. Una de las últimas fotos que compartió desde las redes sociales lo muestra “estrenando bastón”, otra señal de lo que se viene, del futuro que llegó hace rato.

Los ricoteros del siglo XXI sólo pueden encontrar consuelo en bandas que recrean en vivo aquello que alguna vez fue realidad. También podrían ir a ver a Skay, pero por algún motivo que no encaja en los razonamientos lógicos, la otra mitad de Patricio Rey no suele convocar a más de cinco mil personas por noche.

Los y las fans también se entregan a la vieja práctica del consumo del pirata. Audios y videos que antes circulaban de mano en mano y se vendían en ferias y hoy dan vueltas por la web con grabaciones de conciertos y ensayos de los Redondos o el Indio solista. También temas inéditos y tomas descartadas. Grabaciones que aún suenan genuinas, más auténticas que cualquier banda tributo. Monumentos sonoros de un grupo que por un instante fue, como dijo Calamaro, tan importante como el peronismo o una revolución.

Yo no tengo ninguna duda: cambio todas las noches que puedan venir mirando en vivo a la Kermesse o a Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado por volver a sentir lo mismo que el día que escuché Stud Free Pub 85 en casete por primera vez.

Dentro de la historia ricotera, el Indio se destaca con mayor presencia a partir de los ochenta, cuando comenzó a definir su voz y las letras empezaron a tener un peso específico determinante para la reputación del grupo. Aunque los primeros recitales del Indio que realmente importan fueron los que Patricio Rey dio en el bar El Polaco, acá, en nuestra ciudad de Salta, en enero de 1978. Conciertos que funcionaron como el debut de la banda bajo el nombre que la haría conocida. Dos shows en la misma noche que se dieron gracias a los vínculos creados por Skay y la mánager, Carmen “Poli” Castro, que pocos años antes se habían radicado en esa provincia.

En Recuerdos que mienten un poco, sus memorias publicadas en 2019, el Indio contó que la banda dio un espectáculo desastroso. “Había más gente arriba del escenario que abajo. Pero de todos modos armamos la clase de quilombo que era nuestra especialidad. Me acuerdo de que el bar empleaba a un negro al que hacía vestir de librea, para que recibiese a la gente en la puerta. Y el negro se entusiasmó, se quería venir con nosotros a tocar las tumbadoras. Pero lo disuadimos, claro. ¡El tipo hacía planes a futuro y nosotros no teníamos planes ni para el día siguiente! Después se puso peliaguda la cosa. No nos querían pagar porque no había ido gente. Entonces apretamos un poco y los del bar tuvieron que ponerse”, dijo el Indio en aquel libro hecho en colaboración con Marcelo Figueras.

Algo de esa clase de quilombo quedó registrado en el audio pirata de El Polaco, donde se pueden escuchar canciones que luego formaron parte de la discografía oficial de la banda, como “Maldición, va a ser un día hermoso”, además de algunos temas que funcionaron como borradores de otros, como “Perra dinamita”, antecedente directo, al menos de nombre, de “Mi perro dinamita”, hit publicado recién en 1991. “Perra dinamita” también tenía cierto parentesco con “Quema el celo”, un inédito que se mantuvo en el setlist de la banda hasta mediados de los 90, cuando fue grabado durante las sesiones de Luzbelito pero nunca se publicó. En 2021, el Indio subió una de esas tomas de estudio a YouTube y ahí todos nos enteramos el verdadero nombre de la canción, que en los casetes piratas siempre era mencionado como “Qué mal celo”.

El Indio que subió al escenario diminuto del bar El Polaco estaba a punto de cumplir 29 años y no se destacaba demasiado. Compartía el protagonismo vocal con el Mufercho, el monologuista, maestro de ceremonias, equivalente under a los locutores de festivales de pueblo, que por momentos monopolizaba el micrófono. En medio de un rock psicodélico, con teclados a lo Doors, Solari, que todavía no había encontrado la voz definitiva que se volvería una marca, hacía lo que podía en una banda que siempre parecía pender de un hilo a punto de cortarse y que era más un happening itinerante que un proyecto sólido.

El Mufercho seguía al frente de los monólogos en 1982, cuando los Redondos ya eran conocidos en el circuito under. “El grupo que más me interesó en los últimos tiempos hace un recital y quiero que lo sepan”, escribió Gloria Guerrero, a fines de ese año en la revista Humor. “Y además porque es muy difícil que se enteren por otro medio, ya que estos delirantes tipejos no publicitan un cuerno nada de lo que hacen. Las noticias ‘se corren’, y los teatros se llenan”, seguía. Gloria advertía que en los recitales de los Redondos el público podía encontrarse “literalmente, con cualquier cosa”. “Pero todas serán alucinantes”, aclaraba.

En ese momento el grupo combinaba un rock más acorde a los primeros 80, new wave, post punk y blusero, con performances teatrales de sus “talentos” invitados, que podían ser actuaciones de las Bay Biscuits o los striptease de Monona. La lista de temas ya era irresistible: «Rock para el Negro Atila» (también conocido como “Camila”), «Superlógico», “Nene Nena”, «Aquella solitaria vaca cubana», «Blues de la libertad», «¿Lobo estás?», «Ñam fri frufi fali fru», «Un tal Brigitte Bardot», entre otros.

El Indio, dueño de la pluma del grupo, hablaba poco entre canción y canción y se mostraba con un look extraño: era un pelado que nada tenía que ver con los raros peinados nuevos que empezaban a dominar los escenarios. A veces de mameluco (quizás su mayor excentricidad personal), a veces de camisa ajena a toda pretensión de estrellato. Todavía no era “la estampita”.

“El mejor momento en vivo del Indio fue ni más ni menos que aquellos momentos embrionarios del primer lustro de la década del ochenta”, dice el periodista Mariano del Mazo, autor junto a Pablo Perantuono del libro Fuimos Reyes: la historia completa de los Redonditos de Ricota. A la hora de elegir una etapa, Del Mazo se queda con aquel Indio que “todavía no destacaba como una figura tan excluyente”.

“El Indio era parte de una puesta en escena, que por supuesto lo incluía totalmente y lo tenía como figura protagónica, pero que tenía que ver también con la iconografía”, sigue. “Recuerdo las telas de Oktubre de Rocambole en Paladium. También todo lo performático, las chicas que subían. Me acuerdo una vez, en Gracias Nena, que subió Silvia Peyrou con poca ropa, algo que era bastante disruptivo para la época, esa cosa más cabaretera que tuvo la banda en sus comienzos. Yo creo que ése fue el momento más increíble del vivo, pero, repito, tenía que ver con la banda, con los Redonditos”, explica.

Hoy parece ridículo, pero los Redondos tardaron más de ocho años en grabar su primer disco. Gulp! se publicó en 1985, cuando la banda estaba casi lista para despegarse del costado teatral que había dominado su primera etapa. “Tocábamos en lugares en los que una cabra se negaría a echarse”, escribió Willy Crook en Memorias improbables, su autobiografía publicada por Planeta en 2017. Willy era el saxofonista inexperto y joven que irritaba al Indio.

“Se hacía lo que se podía en lo que había: La Esquina del Sol, el Stud. Me acuerdo de tocar en un lugar de Lanús o Banfield que fue el escenario más chico que pisé en mi vida. Al punto que los músicos tenían que ponerse con las guitarras y el bajo con los mangos parados”, decía Willy, pero aclaraba que todo iba hacia arriba: “Tocábamos para cincuenta y venían setenta: tocábamos para setenta y venían cien”.

El Indio seguía sin hacer demasiado en el escenario. Hasta desaparecía por momentos, como hacía cuando Vivi Tellas subía a cantar canciones como “Mamá alemana” o “Hércules mío”, que la artista había compuesto junto a su amigo Ignacio Méndez.

“El Indio se bajaba del escenario, mirá lo que te estoy diciendo (risas), y yo quedaba con la banda cantando solista. No era una minita que cantaba coritos desde el fondo. Estaba ahí al frente haciendo dos temas que no eran de ellos. Pero como no sé cantar, tampoco podía hacer coros, ni nada. Básicamente gritaba”, le dice Vivi a Rock Salta.

El Indio era capaz de bajarse del escenario, se movía un poco, bailaba, pero ya le alcanzaba con su voz (y esas letras) para destacarse. Esa voz que, por fin, había aparecido. La voz del Indio, que sonaba como un arranque furioso de trompeta, se volvió como el bigote de Charly, como la campera de Luca o como la forma irregular de Artaud: un símbolo del rock argentino que funciona por sí mismo.

“Para los shows, el Indio llevaba un bolso que tenía una camisa igual a la que llevaba puesta y el resto era todo botiquín, farmacopea pura. Todo para el hipocondríaco”, recordaba Willy, y repasaba el outfit del resto de la banda. Al guitarrista Tito Fargo lo describía “como un repartidor de pan tirado a rockero y con zapatillas All Stars”. “Skay era el más exótico: pelaba trajes y un bombín turco. Yo me ponía lo que quería”, decía.

El Indio, con su look formal pero desalineado, como si fuera un viejo periodista en mangas de camisa abrumado por el cierre del diario, también bailaba raro. Como dice Del Mazo, “mantuvo una postura escénica totalmente particular, singular” a lo largo de toda su carrera. “Esto es: un frontman bastante discreto, bastante distante por momentos -explica-. En ese sentido yo creo que esa postura fue parte también del fenómeno de los Redondos, al menos de una manera icónica, porque había una suerte de equilibrio entre la totalmente antagónica postura de Skay, que era alguien que encarnaba un personaje de movimientos sinuosos, un poco a la manera de un Keith Richards, más la imagen proletaria de Semilla con su gorro de lana. El Indio con sus camisas que no tenían nada que ver con el imaginario rockero, ni de la década del 80 ni la posterior, era alguien distinto. Hasta parecía un oficinista que cantaba. Yo creo que eso se mantuvo y no cambió”.

La ya vieja acusación de Germán Daffunchio post muerte de Luca Prodan (“Si Luca viviera, ¿el Indio Solari se hubiera pelado y sacado el bigote?») no se sostiene al comparar las actitudes de ambos cantantes. Mientras Luca era pura pasión arrolladora vestida con harapos, el Indio, con sus bailes torpes y actitud de puño apretado como toda extravagancia, no parecía comulgar con las mismas maneras que el líder de Sumo. De hecho, cuando Luca subió a cantar con los Redondos, en mayo de 1987, en Cemento, sus voces no se cruzaron, no interactuaron en ningún momento. La performance de Luca parece un featuring agregado de forma remota.

A mediados de los 80, los Redondos todavía tenían dos guitarristas: Skay y Tito Fargo, que también formaba parte de la Hurlingham Reggae Band, con Luca, y ya empezaba a impacientarse por los modos que el Indio, Skay y Poli tenían a la hora de conducir a la banda. Fargo fue uno de los compositores de temas que no pasaron de los shows y los audios piratas. Canciones que llevan su aporte, como “Mi genio amor” o “El regreso de Mao”, se volvieron clásicos nunca grabados. Se topó con esa pared inexpugnable y se vio más afuera que adentro.

Para el periodista Martín Pérez, editor del suplemento Radar de Página 12, los Redondos de ese momento eran “una banda llena de promesas”, y asegura que Oktubre, el último disco de la formación de dos guitarras, no es representativo. “Los Redondos querían ser una banda de bar, querian sonar como los Blasters en Calles de Fuego. Eso eran”, dice.

Esa banda de bar se puede escuchar en piratas como el Paladium 86, probablemente el inédito más conocido del grupo, que tiene “Rock de las abejas”, otro tema que los Redondos nunca publicaron, en lo que debe ser una de las injusticias mayores del rock argentino. En ese audio se entiende lo que dice Pérez. Ya en el grito apenas perceptible que se escucha después de que el baterista marca cuatro hay un clima de banda irresistible capaz de adueñarse de las noches. Se puede percibir al Indio de camisa y corbata aferrado al micrófono y bailando en los solos sin alejarse demasiado de su espacio, mientras el riff (que recuerda un poco al de “I will follow”, de U2) va y viene, de la mano con el saxo (¿Los saxos? ¿Estaba el Gonzo de invitado?) provocando que los vidrios se empañen y los vasos circulen.

Hay que detenerse en el show conocido como Teatro Fundart, del 1 de agosto del 86. El lugar, poco recordado, quedaba en Avenida Corrientes 780, en la Ciudad de Buenos Aires. El audio que trascendió de aquella noche merece postularse como candidato a clásico ricotero. Arranca con “Ya nadie va a escuchar tu remera”. El saxo sobrevivió hasta nuestro presente sobre un vaivén de cinta vieja, un poco gastada, pero digitalizada a tiempo. De hecho, al comienzo del segundo tema (“Canción para naufragios”) el recital se interrumpe y por algunos segundos se escucha un sonido ambiente. Parece una avenida con tránsito intenso un poco alejado, inevitablemente nocturno. Como si alguien hubiera apretado rec en el walkman mientras caminaba por una calle de una ciudad imposible de identificar, en una fecha imprecisa, pero que ya tenía en el aire el mito ricotero. Es un poco abrumador pensar que desde la separación de la banda ya pasó la misma cantidad de tiempo que los años que el grupo se mantuvo activo.

En el audio del Teatro Fundart hay una maravillosa segunda guitarra en “Motorpsico”. “Cuánta butaca”, dice el Indio. “No se puede bailar”, le contestan desde abajo. Y justo arranca “Ji ji ji”, que en esos momentos podía aparecer al medio del concierto sin el éxtasis generalizado y un poco sobreactuado de las décadas recientes.

En esos años, “Ji ji ji” era una muy buena canción más del repertorio ricotero. Al grupo le quedaba poco tiempo en recintos teatrales. Espacios que luego, varios años después, cuando los Redondos ya eran noticia nacional, el Indio recordó con nostalgia. Nunca pudo volver a presentarse en un lugar así, ya que, según dijo, su público no conoce el sold out.

Después de los shows de presentación de Oktubre en Paladium, a fines del 86, los Redonditos vivieron una crisis que casi los deja fuera de combate. El grupo no volvió a vivir una situación similar hasta 2001, cuando se desató el conflicto que terminó con todo. A comienzos del 87, la banda sufrió varios cimbronazos. En enero murió Andrés Theocharidis, de 24 años, un pianista virtuoso y fanático del rock progresivo que estaba a punto de recibirse de compositor en la UCA. Había participado como tecladista invitado en Paladium y tenía todos los números para convertirse en ricotero estable. Pero murió, arrollado por un tren, mientras viajaba en la caja de una camioneta en las afueras de una localidad que conocemos bien: Rosario de la Frontera.

Poco después, el Piojo Abalos, baterista de los dos primeros discos, dejó la banda. También se fueron Tito Fargo y Willy Crook. Los Redondos quedaron con una sola guitarra en vivo y se vieron obligados a reformularse. Patricio Rey se volvió una guillotina sonora con una contundencia que no dejaba ni una cabeza en pie. El disco Un baión para el ojo idiota confirmaba ese nuevo rumbo, que tuvo picos como los Estadio Atenas de La Plata.

Sin embargo, el punto máximo de esa crudeza quizás sean los famosos shows de Laskina, un pub uruguayo donde la banda llegó por primera vez el 23 de julio de 1989, después de haber tocado la noche anterior para muy poca gente en el Palacio Peñarol, un recinto para cinco mil personas. Como cuenta Jorge Costigliolo en su libro Lunáticos viajantes, las increíbles andanzas de Los Redondos en Uruguay, publicado en 2021, el fracaso apiadó a la banda y la Negra Poli les propuso a los productores locales hacer otro show en un lugar más chico para poder recuperar algo de la inversión. Así llegaron a Laskina, un espacio minúsculo de Montevideo por donde también pasaron Divididos y Ratones Paranoicos cuando recién se iniciaban.

“A la banda que toca en ese pub uruguayo no hay con qué darle”, dice Martín Pérez, que reconoce que la etapa 87/91 sea, probablemente, la más contundente en vivo. “ Pero en mi recuerdo también está la banda que me enamoró, y ésa es la de los Redondos con Tito. Tal vez porque tocaban en lugares más chicos. Tal vez porque todo lo que eran capaces de entregar el Indio y Skay está más representado ahí”, dice.

Pérez cree que en la banda de Laskina “no hay lugar para un tema tan emocionante como ‘Mi genio amor’”. “Para mí ésa es la clave, es lo que perdieron -sigue-. Temas como ‘Rodando’, como ‘Mi genio amor’, como ‘Mao’. Todo eso no tenía lugar en la banda con una sola viola. Claro que esa decisión terminó germinando un repertorio contundente”.

“Generalmente pasa eso cuando quedás en trío”, confirma Tito Fargo. “Lo que no puedo garantizar si a partir de esa situación, si me hubiese quedado, hubiésemos seguido haciendo música como estos temas que había compuesto con ellos”, dice.

En Laskina el Indio no parecía sufrir el minúsculo espacio que tenía en el escenario. Se convirtió en un frontman de potencia épica sin moverse de su metro cuadrado. Guerra de guerrillas del rock desde una trinchera inexpugnable. Ya tenía su pelada completa y reluciente. Su imagen había tenido un rebranding. “¿Es cierto que fans de La Matanza los siguieron hasta un concierto en Córdoba?”, preguntaba Gloria Guerrero, en junio de aquel 89, también en la revista Humor. “Me parece algo sorprendente”, contestaba el Indio, que ya estaba listo para los noventa. Sólo le faltaban los anteojos oscuros que aún luce en las distintas fotografías que postea desde su búnker de Parque Leloir. Su casa desde donde, todavía, todos sus fans esperan que salga alguna vez para concretar el regreso triunfal definitivo. Lo esperan todos los días aunque sepan que es imposible.