La Renga cerró el año con un concierto inolvidable. Estuvimos ahí y te contamos todo lo que pasó. En esta primera parte, el acceso y la expectativa por un nuevo encuentro con la banda más grande de la Argentina.
A las tres de la tarde, el sol entrerriano quema sin piedad ecológica. Es un microondas natural que calienta y le da duro y parejo a todos los que se atreven a salir de la escasa y cotizada sombra que la playa del camping Ñandubaysal ofrece a esta hora. No hay filtro que aguante, no hay botella que hidrate suficiente cuando febo asoma dispuesto a la masacre como este sábado en Gualeguaychú.
El Ñandubaysal, ubicado a unos veinte kilómetros de la ciudad, es un paraíso privado regulado al detalle. Aunque Ricardo Iorio haya dicho alguna vez que no es “ningún puto playero”, para el imaginario del rock argentino este lugar remite todo el tiempo a su figura gracias a la canción “Homenaje”, que habla del payador local Augusto Romero y menciona al “Gualeguaychú suburbano”.
Después de pagar los veinte pesos de entrada, los visitantes del balneario pueden refugiarse bajo los árboles de la zona de carpas o dirigirse hacia la orilla del río Uruguay, donde protegerse del sol tiene un plus. “Usar los quinchos sale cuarenta pesos”, dice uno de los empleados del lugar, señalando las sombrillas inmóviles de paja que rodean la arena y alcanzan para cubrir a dos o tres adultos apretujados. El pibe de veintipocos que recorre cantando los cuarenta con amabilidad tiene mucho laburo esta tarde: el lugar está copado por fanáticos de La Renga que hacen la previa del recital que esta noche se realizará en el Corsódromo.
A diferencia de lo que podría pensar alguien que sólo asistió por Crónica TV a recitales multitudinarios del rock argentino, los que acuden a estos encuentros no son tribus de salvajes busca bardo con orientación pomelística; sino adolescentes y adultos jóvenes que quieren pasarla bien sin que los molesten. No pretenden armar un pogromo anticareta en cada localidad que les toca visitar. Tras décadas de peregrinación rockera por las rutas del país, casi todos los desangelados están amaestrados. Los más viejos, súper aburguesados, quieren viajar cómodos y se pagan el avión ida y vuelta si hace falta. Los de la generación intermedia (que rondan los treinta) se bancan la carpa y el viaje de caravana etílica, pero eligen los mejores cortes de carne antes de salir y no compran fernet si no es Branca. Son leones mansitos que rugen un ratito en la previa y recién se desatan durante las dos horas de recital. Todos son civilizados, pero eso no significa que estén dispuestos a pagar por cualquier cosa. En pocos minutos, el pibe del camping termina su recorrido sin un peso y con una promesa multiplicada en cada sombra: “en un ratito nos vamos”.
En la ciudad la imagen no es muy diferente: la costanera, el parque Unzupé y hasta el puente Méndez Casariego son los puntos de encuentro de los fanáticos rengos que a la mañana empezaron a llegar (como siempre) desde casi todas las provincias y países limítrofes. Entre termos y mates (objetos casi religiosos para los entrerrianos) y carteles de “No a las papeleras”; el termómetro a la altura del sol obliga a desempolvar las bermudas. A pesar del calor y la humedad penetrante, el riguroso negro del rockero pesado no será negociado. Las chicas, mujeres duras que están a la altura del aguante de los pibes, que quieren si quieren más y no se dejan engatusar; también parecen uniformadas: en Gualeguaychú hay más shorts de jean que cervezas.
A diferencia del público del Indio Solari, los seguidores de La Renga parecen tener una mayor homogeneidad. La comparación no es gratuita, porque La Renga y el ex PR son los únicos capaces de convocar a miles de personas en cualquier punto del país. Pero mientras al pelado sibarita lo van a ver todos (desde el cheto gorila hasta el lumpen), a los mismos de siempre (que cada vez son más) los une una columna vertebral inevitable que se dispara desde el mismo seno de la banda: respiran el más puro rocanrol argentino de manual y se aprendieron de memoria las máximas de autenticidad que obligan a no careterla ni un poco. No hay lista de catering estrafalario para La Renga; nada de alfombra roja; ningún almuerzo con Mirtha aunque la hayan invitado a morfar; no hay casas en Leloir ni entrevistas en las que los periodistas son amenazados con perros feroces. Los integrantes del grupo (Chizzo, Tete, Tanque, Manu; más el mánager Gaby y el resto del grupo de laburo) siempre se mantuvieron en una senda coherente que le debe muchísimo al Pappo más suburbano y al Luca que bajaba línea de austeridad y simpleza eligiendo alquilar una pieza en una pensión mugrienta. Así, entre los seguidores de La Renga se pueden encontrar personas de distintas edades, orígenes y poder adquisitivo; pero con posturas semejantes. Con formas de encarar la vida que son parte del mismo mensaje que emite la banda a través de sus canciones.
A las siete de la tarde, los vecinos más pudientes de Gualeguaychú empiezan su exilio. Todos se van a las playas, un poco para aprovechar la hora y media final del día, cuando el sol ya no pega tanto; y otro poco para alejarse de la zona tomada por el recital, que ya se hace notar en toda la ciudad. En cada esquina, kiosco o bar se ven grupitos de remeras negras, conservadora en mano, escuchando las canciones de La Renga en todos los reproductores imaginables. Y esos son los más rezagados. El grueso ya está en la Zona Cero, con la plaza Francisco Ramírez de primera base y la avenida Rocamora como el conducto hacia el núcleo del aguante: las cinco cuadras que conforman el Corsódromo, que se ubica entre las avenidas Piccini y Estrada. Por ahí circulan los que todavía no entraron. Entre puestos improvisados y bares que no paran de vender; los pibes van y vienen. La policía aparece en cuentagotas y en ningún momento se mete a molestar. La libertad que se respira en estos eventos (otra vez hay que sumar a Solari) es una batalla ganada a través de los años. Algo que se suele mantener siempre y cuando la organización no falle y la policía no se ensañe. Cuando todo está bien, es muy difícil que el rock provoque disturbios.
Los que van llegando sobre la hora respiran aliviados al ver que las ventanas de la boletería todavía están abiertas. Hay entradas y se venden a buen ritmo. Durante la semana previa al show se había anunciado que los tickets estaban agotados y los organizadores pedían que nadie viajara sin su acceso ya adquirido. La movida no resultó. La gente viajó igual y entonces no queda otra que seguir vendiendo. Mientras tanto, a las 20, cuando falta casi una hora para que comience el concierto de La Renga, los locales La Imaginaria copan el Corsódromo y se ganan al público. Con una canción en contra de la empresa Botnia que tiene un estribillo pegadizo como el mate (“No, papelera no”) se asumen como músicos comprometidos con su realidad y sacan chapa de auténticos. Además, suenan bien. El sonido dispuesto es extraordinario para una banda under, algo que no es común para los teloneros de turno. La Renga suele convocar a músicos de la ciudad que les toca visitar y les dan la oportunidad de mostrarse ante miles de personas en un buen escenario (en Salta, los convidados fueron los Gauchos de Acero). La Imaginaria se desenvuelve perfectamente arriba del escenario, agradece poder cumplir un sueño y destaca la humildad “de la banda más grande de la Argentina”.
Los que ya están adentro, además de poder escuchar rock entrerriano y cantar contra las papeleras, se dan cuenta de que este recital no va a ser uno más. Todo está dispuesto de una manera atípica y recuerda a las movidas gigantescas que caracterizan al grupo, como Huracán 2004. En este caso, el escenario tiene dos frentes. El Corsódromo es una avenida rodeada de tribunas a lo largo de cinco cuadras y si el grupo hubiera pretendido colocar el escenario en uno de los extremos, la vista se le hubiera dificultado a los más alejados. Entonces, la solución llegó de manera novedosa: al medio, apuntando para los dos lados.
La Imaginaria promedia su show y los de afuera comienzan a apurarse para entrar. Las puertas de acceso se abrieron a las 18 y dos horas después la cosa empieza a agitarse. Los que se encuentran sobre la avenida Piccini deben dar toda la vuelta hasta su paralela, Estrada, donde están los dos ingresos habilitados. Todo va bien hasta que se topan con el primer vallado. Lo custodian un policía y tres miembros de la seguridad privada, que visten pecheras blancas. Los organizadores no tuvieron mejor idea que dejar un espacio de un metro y medio para el paso de todos los asistentes. De esta manera, se arma un embudo que todos quieren atravesar. A medida que pasan los minutos y no se avanza, la gente se empieza a agolpar, apretujar, empujar e impacientar. Los insultos no tardan. Una chica con los costados de su cabeza rapados intenta que una amiga la ubique entre la multitud. Las indicaciones por celular no sirven y se resigna. Ya gastó mucho en llamadas. Especialmente en esta zona, donde los teléfonos modifican la hora argentina por la uruguaya y las antenas de las empresas telefónicas del país vecino se convierten en los dueños de la señal sin previo aviso, provocando que los costos se vayan por las nubes. En el medio del tumulto, una pareja junto a su hija de no más de cuatro años intenta avanzar. Los que se dan cuenta, piden a los gritos que los dejen caminar. No hay mucho caso: apenas logran que la nena se trepe a un alambrado que está al costado y que aguanta a los que están más al borde. También aparecen los que piden tranquilidad de manera desaforada y los que quieren confirmar que acá son todos copados y no unos vigilantes amigos de lo reaccionario. Para eso, aseguran que hay que saltar, hay que hacer algo obligatorio para demostrar que no se es parte de la masa botona que no deja vivir en libertad.
En el vallado, un oficial aporta su escudo para prolongar el cerco. Los de seguridad hacen pasar de a treinta personas. Hay miles. Cuando la gente logra atravesar el estrecho acceso, deben caminar unos veinte metros hasta el primer cacheo, ya en la avenida Estrada. Lo realizan policías, que piden abrir mochilas, destrozan paquetes de cigarrillos para corroborar el contenido y palpan bolsillos, preguntando qué hay dentro. A los costados, las casas de familia de este barrio gualeguaychense siguen con sus puertas abiertas, como si se tratara de un atardecer más de verano. Los vecinos no postergan su rutina de salir a la puerta a tomar mate y aire fresco. Una costumbre de pueblo tranquilo que no se ve alterada en ningún momento. Los fanáticos rengos no le prestan atención a los curiosos locales, sólo caminan hacia adelante, con la entrada en la mano, levantándola cuando hace falta, cuidándola de los pungas y ansiando que se terminen los dos vallados que restan antes de estar definitivamente en el Corsódromo.
Una vez adentro, la gente se empieza a acomodar en la avenida que suelen usar las comparsas para desfilar o en las tribunas de cemento dispuestas a los costados. Una sábana blanca ubicada en la parte superior de las únicas gradas armadas con tablones reza “NO habilitada”, con el “no” en rojo. Allí sólo se pueden colocar banderas. Después de un tiempo, la advertencia se confunde con las aproximadamente setenta banderas que copan el sector. Todas tienen frases de canciones rengas e informan sobre su procedencia. La mayoría, como siempre, es de la zona de Capital Federal y el Gran Buenos Aires. Las demás cuelgan del alambrado cuadriculado que rodea a las otras tribunas y que permite un perfecto ascenso de los más arengados o los petizos que no ven bien.
La Imaginaria termina su set bajo una lluvia de aplausos. Ahora sólo resta esperar. El público sigue entrando y ya nadie cree que el comienzo del recital vaya a ser puntual. Todo estaba anunciado para las nueve de la noche, pero con la gente aún empujándose en el milimétrico acceso es difícil que La Renga suba al escenario. Para matar el tiempo, los fanáticos se pasean por el predio y se indignan por los cuarenta pesos que deben desembolsar por cada cerveza y los veinte que se exigen por el litro de agua. Para colmo, la noche estrellada es una continuación del día caluroso y los cuerpos piden beber y beber. No hay manera de escaparle al consumo y los vendedores no aceptan regateos: cuarenta pesos o a llorar a la iglesia.
Con el Corsódromo cada vez más lleno, los pronósticos entusiastas empiezan a quedar chicos. Acá van a entrar más de 30 mil personas. La tribuna de banderas es copada por los que llegan tarde. El flacucho de pechera blanca que está a cargo del sector no puede hacer nada para evitar que cientos (¿miles?) de personas suban y se instalen, arrugando los trapos, para el horror de sus dueños, que ven desde lejos cómo sus preciados estandartes empiezan a ser pisoteados y removidos.
En otro sector, un pequeño grupo empieza a burlarse de Soda Stereo con un cantito anacrónico de épocas pasadas que no suma muchos adeptos y se apaga rápidamente.
La “no habilitada” ya se llenó de gente y es el momento de los de seguridad, que entran en acción. Los patovas del palo comienzan a desalojar y los pibes bajan ordenada y obedientemente, excepto por algunos apurados, que prefieren trepar el alambrado y tirarse. Los muchachos de blanco los detienen y los invitan cordialmente a bajar señalándoles la escalera. Finalmente sacan a todos, pero algunos trapos acusan recibo y quedan desacomodados.
A las diez de la noche ya están todos ubicados en el Corsódromo. Efectivamente, hay más de 30 mil personas, quizás 40 mil. Explota. Las dificultades para entrar, el calor y el cansancio por el viaje quedan detrás de la ansiedad y la expectativa de un recital que ya está por empezar.
Continuará…
*Fotos: Matías Mendieta
No te pierdas la segunda parte de la crónica, con todo lo que pasó en el show.