Reflexiones en la Chevy

Piedra y camino

Los días y las noches transcurren inevitablemente para todos, pero las cosas extrañas no son para los que duermen: son del dominio de aquellos que acuden al llamado del asfalto.

Para nosotros no sería un viaje más. Por el contrario, atravesaríamos cientos de kilómetros de la ruta más emblemática de nuestra tierra, la Ruta 40, quedando marcados a fuego. Travesía para huestes de ley, que sepan levantar la bandera del metal sin ablande ante la adversidad. Lo cierto es que no es que seamos supersticiosos, ni mucho menos, pero que las hay, las hay.

Transitábamos algún lugar, nos acompañaba la oscura noche, las estrellas y la nada misma. Hacía frio y el copiloto designado dormía, como era de esperarse, cuando de repente uno dijo “mirá allá, en el puente”. A lo lejos se veía a una mujer de pelo blanco.

Al acercarnos confirmamos la primera impresión: su vestido no tocaba el suelo. Pasamos a fondo pero en silencio. No quisimos mirarla detenidamente, así que nos quedamos con esa imagen, la de una persona de blanco mirándonos pasar. Esto se ponía  intenso. “¿No será la música que estamos escuchando?”, dijo uno, sugestionado, mientras sonaba un demo de Anal Abort. Todo podía ser en ese momento.

De golpe, el camino se acabó, un río era nuestro próximo obstáculo. Nos bajamos para buscar el rumbo con linternas y celulares de baja gama pero unos ruidos hicieron nula nuestra búsqueda, como si nuestro destino estuviera trazado más allá de las decisiones que tomáramos. No había casas ni luces, no pasaban autos. Estábamos solos y no podíamos arrugar. Miedo era la palabra que nadie quería decir. Reconocerlo delante de las huestes es como abandonar los trapos en el alambrado. El orgullo por sobre todo, debilidad cero.

El camino seguía igual que antes: aburrido, oscuro. Nosotros nerviosos. Para colmo, el último CD que nos quedaba para escuchar era uno de La 25 que nos habían regalado para difusión. La cosa empeoraba, pero contra todo pronóstico y sin cartel alguno llegamos a una “lomitería” que nosotros titulamos como La Salamanca, un oasis en la nada misma.

Nos quedamos mirando, buscando una respuesta lógica al hallazgo, pero no había. “¿Entramos?”. “Sí” contundente: mesas de pool, cervezas y milanesas completas en el menú. Árboles grandes, tipo algarrobos, nos protegían de la helada que caía. El piso de patio criollo, tierra bien asentada y recién regada, luces con banderines de colores, al fondo los baños tipo pozo ciego.

Cuando entramos nos miraban, como diciendo quiénes son estos de negro. Podíamos notar cómo se codeaban. Claro, era su lugar, su tesoro, y nosotros, los forasteros.

El trato fue demasiado amable, como si supieran nuestros gustos. Sabían atendernos, trajeron comida y bebida. Las chicas que adornaban el lugar nos sonreían: esto sí que no era normal. Nos asustaba pero también nos gustaba. Olores a especias, gente que se reía todo el tiempo de manera muy superficial (como cuando hace un chiste malo tu suegro). Todo era muy raro, atemporal.

Ya nos estábamos aquerenciando, pensábamos que esa gente algo nos pediría. Porque cuando la limosna es grande hasta el más hueste duda. Por suerte no tuvimos que prometer ni entregar nada a cambio, ya que sólo nos quedamos un rato. El apuro por llegar al pago era más fuerte.

La ruta te lleva por ciudades antiguas y lejanas. Ese lugar podría haber sido una casa de burlesque. Tampoco sabemos si en realidad existió o si sólo fue una alucinación colectiva. Nosotros preferimos decir que estuvimos en una salamanca. Y que la pasamos muy bien.

Publicado en la revista Rock Salta Nº20, en el mes de junio de 2014.