Coberturas

Trapos nuevos

Los santafesinos Sig Ragga son una de esas bandas que tras muchos años en la ruta empiezan a ser un nombre que suena. El pasado viernes hicieron su primer Teatro Vorterix en Buenos Aires. 

Foto: TN.com.ar

Santa Fe no queda lejos de Buenos Aires. O, al menos, una mirada desde el norte de este país podría percibirlo así. Sin embargo, Santa Fe no es Rosario, acaso la cuna del rock argentino. Y es esta ciudad (de donde no son Fito, Fontanarrosa y otros ilustres) la que alumbró a Sig Ragga.

El nombre de la banda ya insinúa cierto pedigreé: la pertenencia a un campo, el de la música reggae que, pasada cierta moda (y cierta alta rotación radial de Los Cafres y Nonpalidece), parece haber vuelto al lugar del publico de género.

Así, que una banda “emergente” (al menos en ciertos términos de rituales-pasos necesarios-escenarios que la industria parece seguir exigiendo), con origen fuera de Buenos Aires, y viniendo del reggae, pueda hacer un show propio en el Teatro Vorterix, y lleno, no es un dato menor. Pero midamos con una vara justa: si bien ese teatro tiene un sonido que –al menos en esta fecha- tuvo una prestación de alta factura, las dimensiones son mas modestas de lo que un cronista “del interior” podría imaginar. Quizá el peso sea lo simbólico.

Así, con esta consigna, la banda se presentó en la noche de Colegiales.

El show fue bastante puntual, y uno de los primeros temas del set fue “Orquesta en descomposición”, que marca una de las facetas distintivas de la banda: el uso de un lenguaje propio, jugando con la creación de palabras, y el uso musical de la fonación humana. Esto termina siendo una especie de canto en lenguas, propios de los trances religiosos. Y quizá hacia ahí vaya la primera impresión que uno podía llevarse de la banda: cuatro músicos que suben a escena vestidos con unas especies de túnicas, blancas, con unas remeras abajo, más blancas aún. Rapados, y con toda la cabeza maquillada en blanco.

El set fue un recorrido por los dos discos, Sig Ragga (2000) y Aquelarre (2000). Sonaron casi todos los temas, con un armado del setlist muy efectivo, manejando los tiempos de un repertorio que justamente es muy ecléctico.

La banda sonó muy ajustada, demasiado. Los cuatro músicos mostraron una precisión quirúrgica, casi de relojería, donde destacó el trabajo con las secuencias, que disparadas por Eduardo Cortés desde el teclado, dieron lugar a esa amplísima paleta sonora que la banda ya mostró en los discos. Cortés destaca no sólo como tecladista, sino como cantante y como intérprete, casi en un registro teatral. El resto de la banda, claro, también mantiene una performance altísima. La base rítmica es impecable, y la guitarra transcurre por varios lenguajes.

La banda no cayó en los lugares habituales. No se arengó al público, no se presentaron los temas, ni siquiera se presentaron los integrantes de la banda. Sólo habló la música.

En el balance, lo primero a destacar es la problemática de los rótulos. Sig Ragga no hace reggae o, mejor aún, lleva el reggae a un espacio de hibridaje que –y eso es virtud- toma elementos de muchos lugares musicales: del jazz quizá se apropie de esa complejidad armónica que rompe el “two tones’ tan típico de esta música, y de muchos otros  (lo folclórico, lo afro, el bolero, el teatro de vodevil), un sinfín de inflexiones rítmicas.

El sonido quizás haya sido lo más roots de todo y, claro, la poesía, tan cercana a Marley en eso de hablar de amor, de criticar al sistema (poniéndole nombre a las cosas, sin caer en la tentación evasiva de nombrar todo como “Babylon”), y de cuestiones, por llamarle de alguna manera, “reflexivas”. Fue saludable que en un recital de este tipo, no haya aparecido la palabra Jah en lugar alguno.

El tipo de recital, a pesar de los años en la ruta de la banda, tuvo mucho de presentación en sociedad. Los Sig Ragga cerraron los bises con “Rebelión de los esclavos técnicos” y “Tamate”, volviendo al lenguaje verbal del inicio, desde un lenguaje que abre una puerta, a través lo incierto, al goce de los cuerpos.