Entrevistas

Canción para los días de la vida

Familiares, vecinos y amigos de Luis A. Spinetta recuerdan al Flaco en su intimidad. Medialunas, umbrales y cuadras de casas bajas: la sencillez del artista más importante del rock argentino. 

El barrio de Belgrano, en la Ciudad de Buenos Aires, está habitado por casi 150 mil personas cada vez más amontonadas en edificios que se construyen sin parar. Las avenidas y la mayoría de sus calles presentan la misma imagen vertical: pisos y pisos, uno al lado del otro. Esta expansión exagerada comenzó hace poco tiempo, a principios de siglo, y contrasta notablemente con la vida que se llevaba hace cincuenta años.

Una de las calles que conserva cierta imagen de antaño es Arribeños. Allí, casi al 3000, todavía se respira un poco de aire. Los edificios no son tantos, hay muchos árboles y el cielo puede verse con facilidad. En una de las casas de esa zona vive Gustavo, de 59 años. Él sabe que la relativa tranquilidad que lo rodea, en comparación con otros sectores del barrio, está extinguiéndose. En la cuadra ya hay dos obras en construcción y un par de propiedades en venta. “El año que viene creo que vamos a estar en el promedio que hay acá, que son tres edificios por cuadra, una cosa espantosa. Va a estallar este barrio. Desde mi terraza yo veía los edificios más altos de Barrancas de Belgrano, hoy es imposible”, cuenta este hombre flaco, alto y canoso, que no aparenta la edad que tiene y conserva un espíritu luminoso que se evidencia como gen familiar.

En un lapso muy corto, Gustavo Spinetta se quedó sin padres y sin hermano mayor. Ahora vive solo en la Casa de Arribeños. Así, con mayúsculas. Un hogar de familia, pagado con una hipoteca a varias décadas desde las épocas del primer peronismo, que hoy debería considerarse como un lugar sagrado para la cultura argentina.

Afuera todavía quedan varios de los vecinos que acompañaron la niñez y la juventud de los hermanos Luis Alberto, Gustavo y Ana. Épocas de calles cortadas para compartir navidades en mesas larguísimas, como asambleas de izquierda. De partidos de fútbol con un arco en cada vereda y con terrenos baldíos ideales para hacer exploraciones infantiles.

Adentro, la calidez que se percibe en la Casa de Arribeños es notable. Aunque ahora esté más solitaria y ya no tenga el mismo ritmo de antes. Después de atravesar una sala improvisada en un living, donde Amel, el grupo de Gustavo, ensaya las canciones de sus dos discos; aparece otra sala, más apretada, con repisas, un hogar y sillones. Allí sobresale una foto enmarcada de Luis Alberto, el último Luis Alberto, canoso, con lentes y algo de barba. Se lo ve sonriendo. Sobre las repisas descansan premios Gardel y Clarín. Estatuillas que Luis no quería conservar en su casa de Villa Urquiza y le acercaba a su mamá para ponerla contenta. Después de que el Flaco falleciera, su madre se sintió devastada y no aguantó mucho tiempo más. Hay tanto amor en esos recuerdos que es imposible no percibirlo.

En la cocina, Gustavo se pone a recordar. No sólo carga el gen familiar en lo físico, en la voz y en lo gestual, sino que también lo porta en la sencillez, en la buena onda y en la predisposición. Se entiende que Luis Alberto era quien era gracias a sus orígenes, que son los mismos que los de su hermano.

A fines de los cincuenta y principios de la década del sesenta, Belgrano era un barrio bajo. “Había una fábrica de tapitas a dos cuadras, había una curtiembre –dice Gustavo. Estaba todo rodeado de fábricas y vos escuchabas a la mañana los pitos, que eran las llamadas de las fábricas para los obreros. El Tiro Federal estaba cerca, todavía está, y ahora lo escuchás más que nunca, porque está todo el mundo tratando de disparar un arma. Ahora escuchás hasta armas a repetición. El bullicio de la cancha de River también se sentía, estamos a siete cuadras. Los partidos se escuchaban acá adentro con todo. Los goles se festejaban como si estuviéramos en la cancha. Los recitales también. Escuché conciertos enteros desde mi terraza (risas).”

Cuando los Spinetta eran niños, “la calle era muy importante, como una extensión de la casa”. Y mucha de la vida social pasaba por ahí afuera. “Luis era como un animador. Arengaba a todos los amigos. Era el centro de atención. Era un poco líder del grupo. Y se armaban fiestas, que las organizaba mi hermana, pero participábamos todos”, cuenta Gustavo, y agrega que además de los padres y los tres hijos, también habitaba la Casa la tía María, “la Yaya”. “Trabajaba en Odeón Columbia, que era una discográfica, y hacía control de calidad de los discos. Y todas las novedades las traía acá. Tenía otro tío más que hacía lo mismo y hasta mi viejo llegó a hacer ese laburo. Después cambió a la fuerza, porque era delegado peronista y cuando lo rajaron a Perón a él también lo rajaron. Y pasó de ganar muy bien a tener una vida muy ajustada. Todos sufrimos las consecuencias de eso.”

Luis Alberto Spinetta empezó a ser músico a muy temprana edad. “Barro tal vez”, uno de sus más grandes clásicos, fue compuesto cuando tenía quince años. Gustavo cuenta que en su adolescencia, Luis “ya no andaba tanto por la calle”. Parte de esa etapa transcurrió en Barrancas de Belgrano, a pocas cuadras de su casa. Los dos hermanos iban al colegio San Román. “Eran muy estrictos, no era para Luis. Te agarraban de las orejas y te ponían en penitencia en el medio del patio para que todos se burlaran de vos. Una cosa muy tremenda.”

Emilio del Guercio, quien luego se convertiría en el bajista de Almendra, se sentaba junto a Luis en el San Román, vivía en un departamento cerca de las Barrancas, “y Luis andaba todo el tiempo ahí”. “Conoce a Cristina Bustamante, que era hija del portero del edificio de Emilio. Empieza a estar más tiempo. Lo empezamos a perder un poco”, dice Gustavo, entre risas. Cristina fue inmortalizada en dos canciones: “Muchacha (ojos de papel)” y “Blues de Cris”.

Pero la Casa de Arribeños volvería a ser un lugar clave para el curso de la vida de los Spinetta. A fines de la década del sesenta se transformó en la sala de ensayo de Almendra, y luego también funcionó como cuartel general de las bandas posteriores de Luis: Pescado Rabioso e Invisible.

“Nuestro primer disco se creó compartiendo muchas horas juntos, casi día a día, en la casa de mis viejos en la calle Arribeños, tomando mate cocido con galletas. Épocas de malaria. Convivíamos con una cantidad de información, entre la cual estaba la que nosotros mismos generábamos. Mis padres hacían muchos sacrificios para que nosotros pudiéramos llevar adelante nuestro entusiasmo”, contaba Luis, en el fundamental libro Martropía, de Juan Carlos Diez, editado en 2006.

“Ahora hay dos habitaciones, pero antes era una sola que tenía siete metros y medio, por cuatro y medio de ancho y cuatro y medio de alto, con dos ventanales que daban a la calle, sin ningún tipo de acustización”, dice Gustavo. “Ensayaban acá y no podías evitar escuchar y ser parte de lo que pasaba. Pero estaba todo bien. Los vecinos no decían nada. Sólo un loco de la cuadra, que justamente terminó en un loquero, vino un día y amenazó.”

A la hora de hablar del rock barrial, a los periodistas se les pasó por algo un detalle muy importante que Gustavo rescata: “Almendra era una banda de barrio. Pienso que las bandas de los noventa volvieron a rescatar el concepto de ensayar en la casa y empezar desde ahí abajo.”

Ese mismo barrio que, para Gustavo, está presente en la obra de Luis Alberto. “De alguna manera esa vida ha moldeado una forma de pensar. Era un poco más llevadero todo. Más simple y con el corazón un poco más a flor de piel. Era más familiar y esa sencillez está traducida en las letras de Luis. El núcleo familiar era mucho amor y Luis estaba como traduciendo esos lenguajes y te los hacía sentir. Él recibía muy bien esas cosas, esas muestras de cariño y de apoyo que nos daban nuestros viejos, y lo rescataba especialmente. Durante toda su vida él también fue de esa manera. Siempre estaba rescatando un chiste o una cosa que tenía que ver con eso que estábamos viviendo.”

Cuando Almendra comenzaba a trascender más allá de la sala de ensayo, Gustavo tenía catorce años y Luis 18. “Había cosas que mis viejos no me dejaban hacer. Luis me llevaba adonde fuera, creo que no lo molestaba. Yo era muy tranca, muy callado, de observar. Así aprendí muchas cosas de él. Por otro lado, él tenía una personalidad muy magnética, muy atrayente. Siempre hacía algo que te parecía entretenido: nunca era una pelotudez. O estaba haciendo una canción o un dibujo alucinante, o filosofaba, intentaba explicarte algo que estaba pensando. Para mí era magia.”

Luis vivió en la Casa de Arribeños hasta que formó su familia. Hasta entonces pasaron muchas canciones y varias bandas. Incluso Gustavo participó de alguna grabación: con 19 años, fue el baterista de dos temas de Artaud, “Cementerio Club” y “Bajan”. “Vivió por Palermo. Ahí nacieron Dante y Catarina. Siempre alquilaba. Decía que era medio al pedo poner la plata en una propiedad, prefería equipar la banda, comprar instrumentos o lo que necesitara para poder seguir haciendo lo que le gustaba. Después se había mudado a Castelar, a una quinta muy linda y sencilla que tenía un buen espacio verde para que los chicos pudieran crecer. En esa época estaba el estudio Del Cielito y también vivía David Lebón. Había una especie de hermandad que hizo que Luis fuera para ese lado. Otras casas duraron muy poco: en Vicente López y Olivos. Cuando arma (el estudio) La Diosa Salvaje sí compra. En Villa Urquiza vivió muchos años.”

Iberá al 5000 es una cuadra del barrio de Villa Urquiza que posee la misma calma que Arribeños. Casas, edificios de no más de tres pisos. Veredas rotas con baldosas de las de antes. Allí vivió Luis Alberto desde principios de los noventa. Allí instaló La Diosa Salvaje.

Al lado de la casa hay un salón de eventos que está celebrando un cumpleaños infantil. Su propietaria dice que llegó hace un año y no tuvo contacto con el Flaco. En la otra esquina hay una parrilla, al lado, una pizzería. La calle es tan tranquila que apenas se escucha el ruido del grupo electrógeno que está en el salón. Los gatos pasan caminando, hay muchos árboles. Los autos transitan despacio y unos cinco obreros con mamelucos azules y cascos amarillos arreglan parte de la vereda.

De golpe e inesperadamente, AníbalLa ViejaBarrios, histórico asistente de Spinetta, pasa caminando despreocupado, revisando su celular. Dice que va al mercado y vuelve para charlar sobre Luis. Mientras tanto, una señora de pelo teñido de rubio pasea su perro negro. Se llama Olga Beatriz, tiene 61 años y hace cuarenta que vive en el barrio. Su casa está sobre la calle Pacheco, a la vuelta. Cuenta que desde su balcón solía ver al Flaco, que en los 25 años que vivió allí nunca dejó de saludar a los vecinos. Olga dice que la barriada quiere cambiar el nombre de la calle Iberá por el de Luis Alberto Spinetta. Cuenta que Luis siempre fue un buen vecino, nada que ver con Alejandro Lerner, que vive cerca y “perdió la humildad”.

Mientras Olga recuerda a Luis, los chicos salen del cumpleaños con globos en una mano y sus padres en la otra. Está anocheciendo. “Yo me casé ahí”, dice Olga, señalando la casa del Flaco. “Era un galpón. El dueño después lo vendió y apareció Spinetta. Al final estaba amarillo, muy amarillo. Lo que habrá sufrido. Pero nunca dejó de saludar. Ahora está su hijo (Valentino). Nosotros le decimos que no se mande ninguna, que cuide el nombre porque su papá era un señor.”

Gustavo confirma que Valentino está a cargo de La Diosa Salvaje. “Aníbal Barrios, que vive a la vuelta, Dante, Cata, Vera; todos ayudaron a ponerlo a punto (al estudio). Se hizo todo a cero. Se arreglaron algunos aparatos que estaban un poco olvidados y actualmente está funcionando. Eso era lo que quería Luis. Va a funcionar como estudio, se va a alquilar. Obviamente tienen prioridad Dante, Valen, y yo también estoy en lista (risas)”.

En la esquina de la casa hay una panadería pequeña, propiedad de Daniel Ponce, un cordobés de 55 años que pasó a la eternidad gracias a su amistad con Luis, que lo bautizó Bill Evans. Tiene una sonrisa amable, está vestido con una remera blanca y un jogging negro y cuenta que trabaja solo y amasa a mano.

“La amistad que yo tuve con él no es porque yo lo busqué, sino que él vino. A mí me daba cosa acercarme. Yo pensaba ‘es Luis, no me va a dar bolilla’, pero todo lo contrario. Era una persona sencilla, común, como cualquier otra. Se sentaba ahí afuera tranquilo, en shortcito, en el umbral de la puerta. Estaba ahí un rato largo. La gente lo saludaba, los chicos venían, le tocaban la puerta para pedirle un autógrafo y si él estaba desocupado los atendía”, recuerda Daniel, que tiene un cuadro de Spinetta autografiado con la famosa dedicatoria para “el Bill Evans de los panaderos”.

“Para nosotros era ir a comprar a lo de Bill Evans”, dice Gustavo. “Venía Luis acá (a Arribeños) y traía ‘una pastafrola hecha por Bill Evans’, o las facturas. Le encantaban los churros. Tenía pasión por los churros a la mañana. Ese era el trato de Luis con el barrio. Y todo el mundo se quedaba dos segundos con él en la puerta. Todo el mundo que pasaba lo saludaba. Era un vecino más.”

“La anécdota más linda que tengo es cuando se iba de gira para el Norte. Cargaron todo, hizo parar el micro acá, salió, me saludó y me dijo ‘Bill, no nos vamos a ver por unos días, me voy al Norte a tocar’. Por ahí yo estaba los domingos afuera, limpiando el auto, y salía él atrás y me contaba cosas”, dice Daniel, antes de mostrar dos fotos que se sacaron juntos y que aún no hizo enmarcar.

Aníbal vuelve del mercado y agita el brazo, invita un café en la parrilla de la esquina. Mientras charla, no para de saludar a los vecinos que pasan caminando. La Vieja fue el asistente infaltable del Flaco desde 1975 hasta 2012. Un tipo ordenado, meticuloso y previsor. Hijo de un maestro mayor de obras. Llegaba media hora antes que todos para tener las cosas siempre bajo control. En febrero de 2007 se estaba yendo de vacaciones a Mendoza, cuando Luis Alberto lo interceptó:
– Te quiero decir algo, pero yo me voy a arreglar solo: me invitó Cerati para tocar. Dejame un cable largo, la guitarra y listo.
– ¿Seguro? Mirá que me quedo y te ayudo.
– No, andá.

«Llegué a Mendoza, nos vamos a la montaña y suena el teléfono de mi mujer, yo no usaba. Era Luis».
– Le quiero regalar un pedal a Cerati, ¿vos tenés idea dónde está?
“Entonces le digo: ‘Te vas hasta tal lado y arriba vas a abrir y vas a encontrar el pedal que querés’. Me llama a los cinco minutos y me dice ‘sos un dios, abrí y estaba ahí. Perdoná por la molestia’. ‘No, pero…’, ‘no, perdoná, no tiene nada que ver’, ‘pero no rompás las bolas, Luis, no es molestia’. Yo estaba a 1200 kilómetros y no es que le dije ‘llamame en diez, a ver…’, no. En mi casa soy así. Tengo todas las credenciales por orden. Así con la ropa también.”

A Aníbal no le gusta hablar mucho sobre Luis, prefiere guardar sus experiencias, atesorarlas internamente. Con todo, cuenta: “Tocaba el timbre y él sabía que era yo, por la forma de tocar. Vos podés venir todos los días a mi casa y yo voy a salir a ver quién es. Pero yo sabía cuando era él”. Dice también que el Flaco siempre estaba de buen humor. “Venía, saludaba. Los últimos años ensayaba en un estudio que se llamaba MCL y saludaba desde que entraba hasta que se metía en su sala. Y cuando hacíamos el break, había otros artistas, bandas no conocidas, y él iba y saludaba a todos”.

Todavía hoy, a Gustavo le parece llamativo que en los últimos años Spinetta haya participado en muchas grabaciones como invitado. “Estaba entregado a eso, le encantaba. Y eso se junta con lo de las Bandas Eternas, que era como darse un tiempo para hacer esas cosas que no las iba a hacer nunca. Todo termina en un desenlace espantoso, pero fue llamativo, da que pensar. Hay una conexión ahí, evidente, que él se haya abierto a grabar. Es más, ofreció el estudio a medio mundo. Iban, pagaban si había algún tipo de asistencia, pero después él no cobraba por el uso del estudio. Siguen apareciendo cosas que yo ni sabía que había hecho. Una fiebre laboral, una necesidad de volcar y volcar cosas”, cuenta.

“En ésa época me parecía bárbaro que lo hiciera -sigue. Fue un cambio. En un momento le escuché decir que tal vez al día de hoy hubiera tomado otras decisiones respecto a su carrera. Yo no sé bien a qué se refería, me imagino que a esto, a participar más, a reservarse menos.”

Spinetta y las Bandas Eternas, el show que realizó el Flaco el 4 de diciembre de 2009, en el estadio de Vélez Sarsfield, fue el punto máximo de ese cambio de actitud. De golpe, el tipo que había proclamado durante cuarenta años que mañana era mejor, aceptaba revisar su pasado musical, reuniendo a todas las bandas que había integrado, y repasando material solista, además de homenajear desinteresadamente a sus pares y colegas. Para Gustavo, “fue increíble”.

“Fue una idea muy feliz, a mí me hizo muy feliz. Para Luis fueron días agotadores y ya no estaba muy bien, ya venía con algunas molestias que pensaban que eran propias del oficio. Como que le doliera un hombro justo por donde le pasaba la correa. Todo te indica que por ahí tenés una contractura, no le das bolilla. Fue como que Luis tuvo que enfrentar un desafío muy grande. Y era maravilloso estar en esos ensayos previos. Yo toqué aquella vez con Luis, grabé eso (en Artaud) y nunca más. Fue un peso muy grande para mí que él me llamara para tocar en Vélez”, recuerda Gustavo. Y sigue: “Generalmente, él me pasaba a buscar acá para ir al ensayo. Así que yo entraba con él y empezaban a desfilar todos. Yo tuve la oportunidad de ver muchos ensayos. Incluso temas que no se hicieron, de Invisible. Para mí fue revivir los ensayos que se hacían en esta casa. Me sentaba a escuchar, pendiente de las cosas que pasaban. Rememorar, ver esos ensayos para Vélez, me sentí…”, dice Gustavo y no puede continuar porque la emoción le gana. Se disculpa y sale un rato de la cocina. Cuando vuelve ofrece té con tostadas y miel.

Aníbal recuerda a Luis de la misma manera que todos los que lo conocieron en la intimidad: como alguien sencillo, ubicado y atento a los detalles que hacían sentir bien a los demás. “El tipo salía con un pulóver que le faltaba la manga. Nos sentábamos acá en la vereda, en pleno verano, nos tomábamos una Coca Cola, jugábamos siete horas al ping pong. Te invitaba a cenar, te hacía una comida.”

Esa sencillez que tenía Spinetta para vivir en el barrio como uno más le jugó una mala pasada en diciembre de 2011, cuando el fotógrafo de la revista Caras, León Szajman, lo fotografió flaco y ya muy enfermo, en la puerta de su casa, pocos días después de que el Flaco se viera obligado a reconocer públicamente que padecía de cáncer de pulmón. “Yo estaba acá parado y lo estaba mirando (a Luis) y veo un fotógrafo que se acerca en un taxi, le saca las fotos y sale a los pedos. Fue todo en un segundo”, cuenta Bill. Gustavo dice que ese episodio “fue una cosa muy horrible”. “No se escondía de nadie, Luis. Nunca necesitó esconderse. Detesto al tipo que hizo eso, lo detesto profundamente. Seguramente engañó a alguien. No descarto la posibilidad de que se haya servido de alguien que él condujo para poder hacerle la guardia a Luis.”

“Al otro día de la foto vino, lo vi dos o tres veces más en la misma semana y ya no lo vi más. Estaba muy amarillento. El último recuerdo que tengo es cuando me mandó una botella de vino y después se enfermó. El ya venía mal del hombro, le dolía. Pero después de las fiestas se hizo peor. Acá siempre fue buena onda, no sé cómo era cuando estaba solo. Él venía de shortcito, saludaba a la gente, como si nada. Cuando murió, en el barrio se sintió mucho. Pero el desenlace se veía venir”, cuenta Bill, y reconoce que tuvo que investigar sobre Bill Evans para darse cuenta de la magnitud del elogio que le había regalado Spinetta.´

Luis Alberto Spinetta falleció el 8 de febrero de 2012, rodeado de sus familiares, en su casa de Villa Urquiza. Esa noche, muchas ciudades del país recibieron tormentas furiosas y las radios decidieron, por fin, emitir sus canciones. Pocos días después, sus hijos dieron a conocer el lugar donde arrojaron las cenizas, en Costanera Norte, cerca de Arribeños. Allí colocaron una placa que lo recuerda.

El legado musical de Luis todavía espera, al menos, una edición más de canciones inéditas. Se sabe que hay siete temas grabados y mezclados, listos para publicarse. Forman parte del proyecto que Spinetta compartió con Rodolfo Garcia y Daniel Ferrón. “Una vez, en un parate, me preguntan ‘¿cómo lo llamarías al trío?’, ‘Los Amigos‘, contesto. ‘Entonces, a partir de hoy somos Los Amigos’”, cuenta La Vieja.

Para Gustavo, “Luis nunca dependió de la decisión de otro, siempre tuvo sus decisiones tomadas. Eran todas certezas, ya tenía todo muy definido. Y lo que él pensaba era muy difícil que se lo pudieras revertir”. La Vieja agrega que Spinetta “era un tipo que hacía lo que tenía que hacer por su lado y respetaba a sus músicos, les daba el espacio que se merecía. Estaba siempre en todo. En el sonido, en luces, en show, tenía que ser el mejor”.

Al finalizar la charla en Arribeños, Gustavo saluda y regala el primer disco de Amel. Antes de terminar la nota en la panadería, Bill obsequia media docena de las medialunas “quemaditas” que le gustaban al Flaco. La Vieja, en la parrilla de la esquina, ofrece más café y se muestra abierto como pocas veces ante la prensa. Todos representan muy bien el espíritu de Luis. Hablar con ellos es un poco hablar con él.

* Nota publicada en el número 17 de la revista Rock Salta, de octubre – noviembre de 2013.