En algún lugar de Buenos Aires, el lunes 20 de noviembre de 2000
Llegué a mi casa, que en realidad es una serie de piezas que alquilo por día, según el año y la ciudad y teniendo cuidado de no confundir los billetes de las distintas épocas. Más de una vez pagué con australes en pleno 1 a 1, arrancando las carcajadas de los presentes, en el mejor de los casos. En otras oportunidades, me echaban a la calle sin forma de pedir perdón, como decía Pedro Aznar en una de sus traducciones más memorables.
Precisamente, poseer dinero que por momentos vale muchísimo me convierte en un ser despreciable. La insufrible postura de papá de beber sólo lo mejor hizo que brote en mí un peculiar gusto por lo macabro. Así es como mi garganta recibió litros de vinos baratos, casi como en un acto de crueldad hacia el destino, que también es mi padre.
La relación amor odio que tengo con él y su situación (nuestra situación) se inclina por el lado más oscuro de la balanza en mis momentos etílicos. En esos casos, me olvido para siempre (al menos por un rato) de mi misión y sólo me dedico a establecer contacto carnal, casi nunca con éxito.
Las ricoteras son extrañas, no me reconozco en sus gustos y actitudes. Además, no me predispone demasiado para una situación seductora ver la cara de mi padre y la del Tío Eduardo por todos lados.
El mundo está convulsionado en estas horas: el que será el último disco de la banda de papá está listo. Pero aún nadie sabe que será el final. En los últimos seis meses me dediqué a estudiar el estadio de River Plate. Mi primer intento fallido de recuperar los videos será mi próximo éxito.
No voy a permitir equívocos esta vez. Ya estoy listo.
Publicado en la revista Rock Salta Nº7, en el mes de noviembre de 2011