Buenos Aires, sábado 24 de agosto de 1985
“Papá, papá, no me dejés acá”, gritaba en el medio del sueño del pogo interminable: una marea humana que seguía y seguía. Papá se escapaba de la gente y toda la multitud iba tras él para tratar de tocarlo. Su fobia era tan grande que se olvidaba de mí, que era apenas un niño. Se olvidaba de todo y salía corriendo. Se iba, para siempre.
El sueño recurrente donde a mi viejo lo persiguen hordas de desangelados ávidos de un autógrafo o una foto es realmente torturante. Si uno no fuera un velador que se apaga y chau; si el infierno existiera, el castigo divino para papá sería mandar saludos a personas desconocidas a través de la cámara de infinitos celulares.
En sus últimos momentos, cuando yo ya había planeado viajar en el tiempo para recuperar los videos e intentar salvarlo; tuvo un rapto de lucidez en la que me confesó que esa popularidad fue la que lo volvió definitivamente loco.
En estos viajes en los que pude ver de cerca y en persona ese colapso, esa presión por la fama; me di cuenta de que quizás recuperar los videos no sea la solución. Quizás tenga que hacer algo más drástico aún, secuestrarlo, llevarlo lejos y que nunca suceda nada de lo que lo volvió loco.
Lo inquietante es que si altero su curso de vida a través del tiempo, si cambio totalmente su destino; mi propia existencia será una paradoja que no podrá ser sostenida sin detalles fundamentales en la existencia de papá, como conocerla a mamá, por ejemplo.
Las situaciones de mi vida me han traído hasta aquí. La senda de los años está a punto de desafiar mi lugar en el mundo. ¿Qué diferencia hay entre morir y no haber existido nunca, si uno puede darse cuenta y recordar todo lo que realizó en menos de cuarenta años?
Me tengo que ir, voy empezar a provocar acoples en el concierto, para poder distraerlo a papá y tratar de llevármelo. Así se hará.
Publicado en la revista Rock Salta Nº10, en el mes de junio de 2012