Bruno observó la foto que él mismo había sacado diez años atrás. Se dio cuenta de que aún faltaban más de dos décadas para que llegara ese día y tambaleó. Perdió la estabilidad al percatarse de que su propia existencia era una paradoja andante, atemporal y totalmente ignorada por el mundo.
“No puedo alejarme de esta misión sin cumplir con mi objetivo”, escribió en su diario de viaje. Lo había estado llenando durante más de tres años y eran pocas las páginas que volvía a visitar. No estaba orgulloso de casi ninguna de sus experiencias hasta el momento. Sólo se detenía en una de las últimas anotaciones.
Miraba obsesivamente la idea que se le había ocurrido mientras estaba borracho, escribiendo como un poseso bajo una luz amarilla casi insoportable por la cantidad de bichos que se pegaban al foco y caían sobre el papel y su cabeza.
Al otro día, Bruno había olvidado todo, eso lo asombraba aún más. Leía todo el tiempo la pregunta que se había hecho: “¿Qué diferencia hay entre morir y no haber existido nunca, si uno puede darse cuenta y recordar todo lo que realizó en menos de cuarenta años?”. Era eso, una invitación a morir por la causa. Un mártir de la familia que se in- molaría para salvarla.
Evitaría la unión de su padre con el Tío Edu y alejaría para siempre las alucinaciones que tanto daño causaron. No habría estadios llenos, no habría discos, no habría tristes intentos de shows en la luna, no habría nada de nada que pudiera perturbar y alterar la tranquila vida familiar.
Aunque eso era lo más inquietante: ¿se mantendrían juntos papá y mamá si la cosa cambiaba por completo? ¿Si el viejo sigue siendo oficinista, mamá lo va a bancar, o se va a sentir atraída por alguien más aventurero y exitoso? “Si es así, chau Bruno”, pensó.
También pensó que valía la pena arriesgarse. Hacia allí fue, más decidido que nunca.
Publicado en la revista Rock Salta Nº11, en el mes de agosto de 2012