Bruno Solari

Capítulo Siete

Buenos Aires, domingo 16 de abril de 2000

La corrida vertiginosa, el paso acelerado después del manoteo preciso y calculado durante tres viajes seguidos en el tiempo en los que me encontré con mis otros yo y tuvimos que mentir que éramos trillizos “monocigóticos”, como decía papá por ahí.

La mano transpirada y el miedo a que esos dos videos, esas dos cintas preciosas de los conciertos de River se me escapen de las manos. Nadie se dio cuenta cuando me mandé a la cabina. La remera de Staff PR River 2000 que saqué del Museo Propio de Mi Vida, Que Me Costó Vida; el lugar en el que papá guardaba todos los recuerdos (menos los videos, claro); me sirvió para manejarme sin problemas.

Mientras empujo ricoteros, agradezco al enfermo que se puso a meter púa en el medio de la gente la noche anterior. Ante cualquier escaramuza, todos se ponen paranoicos y comienzan a escapar, provocando que los plomos que me persiguen me pierdan de vista.

Es gracioso, pienso, durante el vértigo de la huída: el mismo roadie que me tuvo en brazos muchas veces durante ensayos, conciertos y grabaciones está a punto de atraparme otra vez, pero para reventarme a trompadas.

La puerta, la salida, el escape. Me fui, ya está es mío el material. No me agarraron, me subí a un taxi, me borré. Los de River ya están, faltan varios, pero cada vez menos.

Ir de a poco, de futuro a pasado es lo mejor: les puedo afanar todo y nunca se van a acordar de mí. Con esto papá no se va a volver loco. No va a decir “Holaaaa”, cada tres temas (como pasaba en los últimos conciertos), no va a intentar hacer su clásica vueltita en cada canción y necesitar un asistente que lo ayude con su dolor de espaldas.

No, se va a dar cuenta antes de que ya no puede hacer eso.

Publicado en la revista Rock Salta Nº8, en el mes de diciembre de 2011