Un repaso canción por canción de uno de los lanzamientos más importantes del año.
Un pibe de 23 años genera una manija inusitada en tiempos donde el rock casi ha dejado de conmover. O quizá será que éste ha mutado, y esos sonidos y formatos clásicos sólo repiten fórmulas que terminan siendo muy conservadoras, hasta tangueras de vieja escuela. Por cesárea capaz se convierta en uno de esos discos que dentro de varios años recordemos como parte de un movimiento nacido en uno de los suburbios rockeros y que fracturó todo un linaje de más de medio siglo. Quizá no, el tiempo dirá.
Por lo pronto, empieza a suceder que nuestrxs hijxs y sobrinxs nos recomiendan música muy fuera de nuestro radar, como Dillom, que cuando tenía tan sólo un disco en su mochila ya se había dado el gusto de pedir justicia popular en la plaza para un ministro de Economía. Porque el rock no es sólo música. Mientras, los “adultos”, a lo sumo ensayan críticas reflexivas. Pero vamos a las canciones.
PLAY. Sí, Spotify. No hay un aún un CD o vinilo para poner. Todo empieza con un bajo que entra al frente abriendo el disco. Es “Últimamente”, algo así como un tempo de reggae que va sumando capas, una guitarra, un teclado insinuando dub, increscendo, con unas cuerditas a lo Electric Light Orchestra que van y vienen. Hasta que aparece la voz, casi relatando más que cantando, casi como un viaje de clona o faso que pega mal y da lugar a un motivo musical más propio del trap, montado en un sublow que te sacude el pecho. Si pueden darle con auriculares grandes, ese momento es una gran experiencia.
Inmediatamente entramos en esa tensión de climas, propia del concepto Dillom, que ya vimos en Post mortem. Tan sólo quince segundos del track 2 alcanzan para plantear un drama amoroso en clave adolescente: “La novia de mi amigo” podría ser una canción de amor, una declaración sobre una base un poquito nasty que a mitad de la canción respira en un estribillo a lo Israel Kamakawiwo’ole, pero con mucho corito entre Beatles y Beach Boys. Ruptura: la voz está “pitcheada” dos veces. Una durante toda la canción y otra al final, con una coda que recuerda cierre de “Remisero” de los IKV. Advisor: la letra también podría ser una alegoría de la que mejor no profundizar.
Hitazo 1. ¿Alguien duda que “Cirugía” va a sonar hasta el cansancio en todas las radios y que va a ser cantada en un estadio con los celulares jugando a ser encendedores? El track 3 es el gran momento indie del disco, otra canción de amor, que en lo musical tranquilamente podría estar en un disco de El mató, más allá de lo tóxico, posesivo e intenso del motivo de la letra. O quizá por eso. Suma una virtud: ese pequeño momento donde la canción se muestra desnuda y en plan acústico, cuatro versos de estribillo, para volver la sonoridad habitual.
Hitazo 2. Los adolescentes no conocen IKV, quizá tampoco a Andrés Calamaro. A lo sumo alguna versión parcial. Así, “Mi peor enemigo” presenta casi un tango en un 4/4 jazzero. Otro motivo emparentado musicalmente con Post mortem, pero también cercano a aquel feat entre Andrelo y Calle 13 (“Insoportablemente cruel”, de On the Rock, de 2010). La música cerrando grietas que se abren en otros ámbitos.
¡Que vuelvan los interludios! Esos pulmoncitos, chiquitos, que oxigenan un disco. “(Mentiras piadosas)” es casi un valsecito de minuto y medio que arranca con un Rhodes al frente y que luego navega en un motivo casi sacado de videojuego de los 80. Otra vez la voz modulada, con efectos y pitch cambiado.
Hitazo 3: “La carie”. Si los feats no van a ser así, que no haya nada entonces, vida mía. En lo musical, esto asemeja mucho a una milonga leída por Bajofondo, pero veinte años después, con la reina Lali cantando versos de la “Plegaria desvelada”, de María Elena Walsh. Toda la potencia que tiene lo anteriormente descripto va a estallar en su cara, cñor-cñora.
Y finalmente, a la mitad del álbum aparece el Dillom freestyle en “Buenos tiempos”, sobre una base que recuerda a lo Chemical Brothers, o quizá a lo Beastie Boys. Sexo, drogas y una voz altanera que suma ironía política y new age. Dos minutos al palo para luego meter freno de mano, nuevamente con los sublows dominando y la voz bien sucia con el pitch una octava abajo. Ahicito nomás, como en un solo track, arranca “Muñecas”, con un motivo bien alegrón, en plan Sublime, que va oscureciendo a medida que pasa la canción. Si entre los tracks 2 y 3 la canción de amor daba lugar a lo posesivo, acá vuelve a aparecer, pero en su versión más hardcore. Los chicos crecen.
Otro interludio: “(Irreversible)”, montado en el recurso del latido de un corazón que se va acelerando hasta fundirse con un tambor y un pequeño motivo musical, casi un cluster, y una batería que hace que todo crezca en intensidad, para preparar el tramo final de Por cesárea.
Pintó pogo. A esta altura un dogma en toda esta camada de artistas que cabalgan lo urbano. “Coyote” es punkito bien sucio, hardcorcito, de menos de dos minutos, que marida perfectamente con “Ola de suicidios” y con “Cabezas cromadas” (el feat con Wos, de su último disco). No podemos dejar de mencionar el fill en algún fierro que tributa al “Come out and play” de The Offspring.
“Reiki y yoga” es otro momento auspiciado por Roche y por el 0800-345-1435. Una canción preciosa, y muy depre que transita mucho dolor, de todo tipo. El corito no te abandona, te hace viajar a tiempos de Vico C. El disco podría quedar ahí, pero aparece “Ciudad de la Paz”, otra canción que también entronca con cierto indie actual y, si rascamos un poquito más, quizá incluso nos encontremos con cosas de Los Encargados y, por qué no, de algún cancionista melódico de los 70. Una belleza.
Por cesárea termina siendo un catálogo de sonidos e influencias vintage para un pibe de 23 años que, en su segundo disco, también viene a disputar el olimpo del rock argento del siglo XXI.