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Veinte años sin los Redondos | De la nada a la gloria me voy

Diego Maita López y el recuerdo de una travesía regada con mucho vino tinto que atravesó rutas alternativas para escapar de los controles policiales.

Debo reconocer que me gustan los Redondos, y mucho. Eso debe haber empezado en el 92, cuando un tío me regaló La Mosca y la sopa en CD. De ahí, escucha retrospectiva y todo lo que vino después. Incluso (no se si por pose moderna o gusto genuino) Último bondi y Momo Sampler me enloquecían.

En ese marco, nos embarcamos a ver los Redondos en Córdoba con un par de compañeros de la facultad (Raúl Alvarado y Martín Pascual), más un rejunte de pasajeros en una trafic que motorizaba Sergio Govetto. Ese fue el primero de varios viajes rockeros que emprendimos bajo su gestión. Ahí conocí al gran amigo RodrigoEl CuraJuárez.

Haber estado en el último recital fue una cuestión azarosa. Y desde luego que es una de esas cosas que son como trofeos para la vida… recuerdos que no voy a borrar, diría Páez. Pienso en el arrojo con el que nos movíamos. Viajamos en una Trafic escolar, con butacas de madera y agarrando atajos entre las rutas argentinas, porque claramente no pasábamos ni un control policial, a no ser que apareciera alguna cometa.

También recuerdo que nunca en la vida vi que las provisiones de Vino Toro Tinto hayan bajado tan rápidamente. Salimos un viernes a la medianoche y en Metán ya no había nada. A reponer. Creo que fue en Frías, Santiago del Estero, donde nos rescatamos, en momentos en que llegaba el alba con un café salvador.

Ya en Córdoba el grupo se dispersó. Fui al recital con mi amigo Mariano, que por esos tiempos estudiaba abogacía. Recuerdo haber hecho una parada en su depa y luego partimos al Chateau Carreras, hoy devenido en Estadio Mario Kempes. Hasta ese momento, mi recital más salvaje había sido Divididos en Tilcara en 2000. Luego sólo cosas en Salta: otra escala.

La previa del show en Córdoba. Fuente: Canal Doce Córdoba

Varias cosas me llamaron la atención: el vendedor ambulante en la puerta del estadio que voceaba “a la marihuana, a la marihuana”, como si ofreciera choclo para semana santa en la San Martín; o un chabón desmayado de cara al pavimento del estacionamiento del estadio: estuvo así cuando entramos y seguía así cuando salimos.

La previa fue larga… Entramos como a las 15 y el show era a las 20. Ahí viví uno de los momentos más densos en un recital: dormíamos en ese piso plástico que se pone para proteger el césped, cuando de repente se sintió la vibración de una estampida de elefantes. Fue salir corriendo dormidos, desde el centro hacia los bordes del campo. Sucedió dos o tres veces: supuestamente un chabón estaba de la cabeza y tenía un revolver que sacaba de tanto en tanto para asustar y ahí se armaba el asunto.

Y finalmente, el recital: un show impecable, con un recorrido por el último disco de la banda (con dos bateristas en escena: Sidoti y Aramberri) y los clásicos de la discografía. Puedo afirmar que cuanto más moderna era la propuesta musical, algo decaía el entusiasmo. Esa grieta creo que siempre quedaba opacada por la fiesta. Me quedo con dos momentos: “Juguetes perdidos”, con un sinfín de bengalas y una multitud unida en un ritual de esos que te hacen lagrimear. El otro es obvio: el verdadero pogo más grande del mundo. Fuimos miles, parecíamos millones, éramos uno.

Hoy se cumplen veinte años de unos de esos recitales que pasarán a los libros de historia. Cosas del azar, cosas del maldito rock.

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